Negrevernís

Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar a un antiguo amor tras cuyos rasgos abotargados por la edad aún se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto.

El mar. John Banville.

Desde hace años procuro no hacer vacaciones hasta septiembre, pero eso no evita que en verano me vuelva perezosa y prefiera leer a escribir, planear a hacer, imaginar a pensar… Estos días, entre la tormenta, se abre paso un calor que en Barcelona es especialmente húmedo y me obliga a huir de la calle y a refugiarme en los aires acondicionados. El resto del mundo se va de vacaciones, mientras nosotros nos arrellanamos en el sofá y vemos Juego de Tronos tomándonos alguno de los zumos fríos que se amontonan en nuestra nevera. Ayer empecé a leer «El mar» de John Banville, una novela cuya trama todavía no sé si me gustará, pero que debo leer despacio, porque la prosa es tan exquisita que en cada página hay algún párrafo merecedor de ser releído, para entenderlo, sí, pero también para aprender. Yo solo había leído al alter ego de Banville, Benjamin Black; aunque parezca mentira, he llegado a él gracias a su novela negra (ma soeur Thérèse compró la última que se ha publicado, en la que resucita a Marlowe y, en cuanto la acabe, me la dejará para que la lea yo también).
Dice Banville que «las cosas perduran, mientras la vida pasa» y es cierto. Yo he regresado a mi propio mar, que es un entramado de calles estrechas que ahora son más bonitas, aunque no tan dulces como en mis recuerdos. No sé lo que había en esa esquina de la plaza del ayuntamiento, pero ahora han abierto la tienda de la foto, «Temps de Terra» (tiempo de tierra) se llama. Quien le puso el nombre acertó, el tiempo es de tierra.

«El pasado late en mi interior como un segundo corazón.» El mar. John Banville.


 

Cuarzo. Está en el umbral de la puerta, diciendo cosas que yo sé que pretenden hacer daño pero no lo consiguen, aunque insiste una y otra vez, porque desconoce que no domina el arte de herir con la palabra. Yo sí, yo sé la frase exacta que le partiría el corazón, por eso intento concentrarme en no decirla; estos días tengo la cabeza en tantos sitios que temo bajar la guardia y, descuidadamente, ante otro torpe manoteo por su parte, lanzar el gancho fatal que la arrojaría contra las cuerdas. Dureza 7.
Feldespato. Todavía conservo la colección de minerales que empecé en la facultad. Había una tienda en un primer piso de la Plaza Universidad donde vendían cubos de pirita y terrones de lava que se parecían al carbón de azúcar que a los otros niños les traían el día de Reyes. A mí me dejaban, entre los juguetes, monedas doradas y cajas de cigarros de chocolate. Recuerdos. El 60% de la corteza terrestre.
Mica. Pasamos por delante de Casa Juana y de Can Tomás e imagino cómo se sintió Alicia atravesando el espejo. Allí estoy yo, comiendo mientras leo un libro que sujeto con el plumier sobre la mesa, para que no se cierre. El dueño me cuida por encargo de mi madre y, los jueves, me sirve a veces el segundo plato antes que la paella, para que la coma recién hecha. A Can Tomás le han puesto unas puertas de vidrio de esas que se abren automáticas, cuando alguien se acerca. Ahora tiene aire acondicionado y la gente que acude a comer patatas bravas, hace más gasto del que hacíamos mis compañeros y yo cuando pasábamos allí las tardes. En aquellos tiempos te podías encontrar, sentados alrededor de uno de sus veladores, a escritores que sospecho no irían a este nuevo Tomás refrigerado. El espejo se rompe y seguimos calle arriba, hasta la plaza donde sigue abierto el restaurante que tuvo que dejar de servir pollo de campo, porque a la gente -acostumbrada al de granja- no le gustaba: estaba duro. Lo auténtico. Birrefringente.
Tiempo de tierra, sí.
Tiempo de arena.

¡Feliz domingo, socios!