“¿Puede alguien que haya crecido en la espesura de un bosque, donde hay que abrirse camino entre una infinidad de troncos para llevar una carta al correo, comprender lo que es tener que esperar toda la infancia para que crezca un solo árbol?”
Audur Ava Ólafsdóttir, Rosa candida
Diez horas de trabajo sin contar comida, cafés y una pausa para preparar deprisa y corriendo la coca con piñones de la noche, que nos comimos tras una cena temprana con amigos, acompañada de un brindis y seguida de un baño lunar y un poco de lectura con el fondo musical de la verbena del pueblo (las mismas canciones un año tras otro, que te hacen sentir como si la noche fuese una isla fuera del tiempo).
Que lo hijos crezcan tiene sus ventajas. Bailar sin petardos estallándote en los pies y ver los fuegos artificiales con los que la ciudad celebra el solsticio lejos del estruendo (solo luces de colores brillando entre las estrellas) son algunas de ellas.
Acabé de leer Rosa candida, novela maravillosa en la que hay que superar a veces los obstáculos de una traducción incómoda. Me llevo el primer susto en el cuarto párrafo, pero sigo porque creo que la historia promete. Tropiezo un par de veces más con frases de sintaxis dudosa, imposibles en una novela que forzosamente la autora debió releer una y otra vez mientras escribía. Para situarse. El protagonista cambia continuamente de escenario (todo él, su cuerpo y su alma).
Me he despertado a la hora de siempre, un rayo de luz atravesaba la ventana hasta detenerse en mi mejilla. He conseguido llegar casi a rastras a la cocina y hacerme un café. Tras el primer sorbo, de pie junto a la encimera, he recordado el nombre de la novela y he decidido recuperar una fotografía de las pasadas vacaciones e ilustrar con ella la entrada de hoy.
Después de todo, él le prestó el nombre a Ólafsdóttir.
No sabía que estaba allí, ni siquiera conocía la existencia de la Linnean Society. Hubo un tiempo en el que la botánica me apasionaba (aunque hasta a mí me parezca extraño que mi incapacidad para cuidar las plantas conviva con mi gusto por clasificarlas), todavía meto el viejo Bonnier en la maleta cuando tengo que ir a una zona donde hay árboles.
Habíamos pasado antes delante de Burlington House sin darle importancia (¡tanto visto y por ver en la ciudad!), aquella tarde salíamos de Sermoneta, donde yo me había comprado unos guantes maravillosos de color chocolate salpicados de topos ocres y decidimos entrar a curiosear. Al girar la cabeza hacia la derecha vi la puerta, sobria y majestuosa, el interior lo imagino como él: ordenado y tranquilo. Pocos saben quién fue y sin embargo todo ser vivo lleva su nombre.
Esta mañana tengo sueño y trabajo. Acabo de dejar a Murakami sobre la mesita junto al sillón del despacho. Es inútil intentar empezar el libro hasta la noche, pero no he podido evitar leer la primera frase: “Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747.”
El anochecer promete.
¡Feliz domingo, socios!
Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747
Empieza «enganchando» ¡uf! …. recuerdo que leí «La historia interminable» en una noche sin descansar, también recuerdo las veces que me pasé de estación en el metro leyendo «La piel del tambor». La angustia y sensación de «sin salida» que siento leyendo a Rosa Montero ….
¡Feliz domingo!
Rosa candida se lee del tirón. Este Murakami no sé, pero tengo intención de dedicarle lo que queda del día; lo leeré acompañado de un té casi helado que tengo en la nevera y en este silencio post-verbena que tanto se agradece ¡se acabó la pachanga! 🙂
Ya os contaré. ¡Feliz domingo y feliz verano!
Balsámica la lectura en esta casa, alivia el escozor de los rasguños….
Y es que al hilo del encabezamiento, esta mañana me he propuesto explorar bosques desconocidos en el entrenamiento de 2 horas de carrera continua por montaña que «manda» la planificación.
La sensación de adentrarse en lo desconocido siempre es motivante y la cosa ha comenzado bien… como tu lectura. En vez de encontrame con traducciones dudosas, me he metido de lleno en la boca del lobo.
Después de algo más de una hora de lucha desigual, me he erigido en vencedor, cuando entre la espesura he podido vislumbrar la línea de escape.
El trofeo en forma de tatus que adornan piernas, brazos y cuello, no ha sido del agrado de los de casa, que nunca han entendido del todo, ese afan por el descubrimiento.
Cuando cuente esta batalla dentro de unos años, adornada con la épica de los mejores recuerdos, podré empezar diciendo: Tenía 45 años cuando me comí un marrón del tamaño de un 747….
Si al final has vencido, Paulino, da el tiempo por bien empleado.
Tampoco te preocupe que no se te reconozca el mérito o que incluso disguste ese afán tuyo por recorrer territorios inexplorados… es lo que tiene ser el primero en llegar: o te coronan o se te comen los caníbales (o ambas cosas a la vez, de forma consecutiva y organizando la misma fiesta).
En lo que no estoy de acuerdo es en lo de cómo lo recordarás; hay cierta sabiduría en eso del recuerdo y lo malo suele olvidarse, así que, probablemente, lo que recordarás es que tenías 45 años y vislumbraste una línea de escape donde otros solo vieron un bosque impenetrable 🙂
¡Buen inicio de verano!