The Linnean Society. FC (2012)

The Linnean Society. FC (2012)

“¿Puede alguien que haya crecido en la espesura de un bosque, donde hay que abrirse camino entre una infinidad de troncos para llevar una carta al correo, comprender lo que es tener que esperar toda la infancia para que crezca un solo árbol?”

Audur Ava Ólafsdóttir, Rosa candida
Diez horas de trabajo sin contar comida, cafés y una pausa para preparar deprisa y corriendo la coca con piñones de la noche, que nos comimos tras una cena temprana con amigos, acompañada de un brindis y seguida de un baño lunar y un poco de lectura con el fondo musical de la verbena del pueblo (las mismas canciones un año tras otro, que te hacen sentir como si la noche fuese una isla fuera del tiempo).

Que lo hijos crezcan tiene sus ventajas. Bailar sin petardos estallándote en los pies y ver los fuegos artificiales con los que la ciudad celebra el solsticio lejos del estruendo (solo luces de colores brillando entre las estrellas) son algunas de ellas.

Acabé de leer Rosa candida, novela maravillosa en la que hay que superar a veces los obstáculos de una traducción incómoda. Me llevo el primer susto en el cuarto párrafo, pero sigo porque creo que la historia promete. Tropiezo un par de veces más con frases de sintaxis dudosa, imposibles en una novela que forzosamente la autora debió releer una y otra vez mientras escribía. Para situarse. El protagonista cambia continuamente de escenario (todo él, su cuerpo y su alma).

Me he despertado a la hora de siempre, un rayo de luz atravesaba la ventana hasta detenerse en mi mejilla. He conseguido llegar casi a rastras a la cocina y hacerme un café. Tras el primer sorbo, de pie junto a la encimera, he recordado el nombre de la novela y he decidido recuperar una fotografía de las pasadas vacaciones e ilustrar con ella  la entrada de hoy.

Después de todo, él le prestó el nombre a Ólafsdóttir.


No sabía que estaba allí, ni siquiera conocía la existencia de la Linnean Society. Hubo un tiempo en el que la botánica me apasionaba (aunque hasta a mí me parezca extraño que mi incapacidad para cuidar las plantas conviva con mi gusto por clasificarlas), todavía meto el viejo Bonnier en la maleta cuando tengo que ir a una zona donde hay árboles.

Habíamos pasado antes delante de Burlington House sin darle importancia (¡tanto visto y por ver en la ciudad!), aquella tarde salíamos de Sermoneta, donde yo me había comprado unos guantes maravillosos de color chocolate salpicados de topos ocres y decidimos entrar a curiosear. Al girar la cabeza hacia la derecha vi la puerta, sobria y majestuosa, el interior lo imagino como él: ordenado y tranquilo. Pocos saben quién fue y sin embargo todo ser vivo lleva su nombre.

Esta mañana tengo sueño y trabajo. Acabo de dejar a Murakami sobre la mesita junto al sillón del despacho. Es inútil intentar empezar el libro hasta la noche, pero no he podido evitar leer la primera frase: “Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747.”

El anochecer promete.

¡Feliz domingo, socios!