
Tu madre ha muerto y tú necesitas un escondite en el que respirar, en silencio y soledad. Te parece que bastará con eso: respirar es todo lo que pides. Todo son noes: no quieres ruido, ni atenciones, ni contacto con el mundo exterior, que ahora son todos, incluida tú. Te gustaría entrar en un estado de hibernación: el corazón al ralentí, la temperatura constante, no comer, no moverte, no hablar… pero en realidad ya lo estás, porque eres incapaz de establecer conexiones, porque te esfuerzas por escuchar pero no entiendes lo que te dicen, pierdes el hilo de cualquier frase formada por más de dos palabras. Deseas que el tiempo se estanque, por miedo a que el dolor ensanche más la herida y a la vez quieres que pase muy deprisa, por eso que dicen de que el tiempo todo lo cura.
Fuera, la ciudad está seca, sin vida, como las pinturas de paisajes inventados; todo tiene el tamaño perfecto y está bañado por la luz adecuada; sin gente las calles parecen más anchas, las plazas son enormes círculos inertes; todo está tan limpio que da miedo, las nubes no se mueven, como si no quisieran perderse el espectáculo de una sociedad descarnada a la que ya se le empieza a ver el hueso.
Anoche estuvisteis hablando y tú no recuerdas de qué. Y de repente eso se vuelve importante. Crees que repetirte esa conversación te ayudaría, pero sabes perfectamente que hablasteis de tonterías ¿de qué habla la gente cuando se llama por teléfono tres veces al día? Sabes, eso sí, que fue una charla larga, no como la de esta mañana, ¿cuánto han tardado en decirte que fueses corriendo? ¿un minuto? ¿dos? No habían pasado cuatro horas y ya estabas otra vez en casa, sentada en el mismo sofá del que te levantaste para ir hacia ella, cierras los ojos y los vuelves a abrir, intentas imaginar que nada ha sucedido, pero no puedes.
Necesitas hacer algo con tus manos, algo útil pero no imprescindible, porque sabes que probablemente lo dejarás a medias y amasas el pan de mañana, ese que haces cada día para que cuando el confinamiento acabe y ella pueda probarlo se sienta orgullosa de ti, como cuando te eligieron para leer un poema en voz alta en el colegio. Ves brillar tus lágrimas en la masa, que está más elástica que nunca tras los golpes que has descargado sobre ella. El pan acaba en la basura y tú enroscada sobre el edredón de la cama que utilizaba ella ¡cómo te emocionaste el día que la montaron y sentiste que habías cumplido la promesa de cuidarla como la cuidaba él! Ocultas los gemidos que no puedes controlar, tapándote la boca con la tela de florecitas azules que ella misma eligió.
Te quedas dormida y al despertar todo sigue igual. Miras la estantería llena de libros, pero no existe ninguno que pueda consolarte ahora. Recuerdas lo que Flaubert le decía a George Sand en una de sus cartas: «Voy a revolcarme un rato en mi desesperación»… y lo haces.
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Escribí este texto después de que me telefonearan para comunicarme que mi madre había sido enterrada tres días antes, sin avisar a nadie de la familia, y he tenido muchas dudas sobre si debía publicarlo, no soy inmune a esta sociedad que esconde el dolor debajo de las alfombras, como si fuese algo vergonzoso.
Pero en los tiempos que corren somos muchos los que hemos vivido una pérdida y sospecho que cuando todo esto pase, nadie querrá oír hablar de más dolor, de manera que es ahora o nunca, porque pronto -y con razón-, todos lo que puedan olvidarán estos días cuanto antes.
Todos menos nosotros, los supervivientes.
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