[…] —Y ¿sabes qué pienso? —dice entonces—. Pues que para las personas, los recuerdos son el combustible que les permite continuar viviendo. Y para el mantenimiento de la vida no importa que esos recuerdos valgan la pena o no. Son simple combustible. Anuncios de propaganda en un periódico, un libro de filosofía, una fotografía pornográfica o un fajo de billetes de diez mil yenes, si los echas al fuego, sólo son pedazos de papel. Mientras los va quemando, el fuego no piensa: «¡Oh, es Kant!», o «Esto es la edición vespertina del Yomiuri Shinbun», o «¡Buen par de tetas!». Para el fuego no son más que papelotes. Pues sucede lo mismo. Recuerdos importantes, otros que no lo son tanto, otros que no tienen ningún valor: todos, sin distinción, no son más que combustible. —Kôrogi asiente como para sí. Luego prosigue—: Y ¿sabes? Si a mí me faltara ese combustible, si dentro de mí no hubiera esa especie de cajón de recuerdos, hace tiempo que, ¡cras!, me habría partido en dos. Y me habría muerto en cualquier rincón, tirada como un perro. Gracias a ese montón de recuerdos, valiosos o insignificantes según el momento, que van saliendo del cajón, puedo seguir viviendo, soy capaz de soportar esta pesadilla. Aunque a veces me diga a mí misma que ya no puedo más, los recuerdos me dan fuerza para seguir adelante.
After Dark. Haruki Murakami
La semana que viene estoy de vacaciones. Eso en teoría, porque en la práctica empezaron el viernes (a las tres de la tarde concretamente, ni un minuto más, ni uno menos). Pero en mi cabeza el gran día fue ayer. Por eso lo inicié haciendo la primera de las tareas que habían quedado pendientes, hasta que tuviese el tiempo extra que me regalan estos días sin despertador: recibir como se merece a la primavera.
Vacié los armarios y bajé al contenedor esa ropa inútil que, tras años sin ponérmela, acepté que ya no surgiría una nueva oportunidad de hacerlo; y si surgiera, ¿dónde iba a ir con eso? Lo que quedó, que en mi caso no fue mucho, porque los años en los que he trabajado en casa he adquirido pocas cosas, lo guardé pensando en el nuevo invierno, que llegará antes de lo que nos creemos, porque el tiempo, como sabe todo el mundo, vuela.
Tuve que armarme de valor y abrir también los cajones, vaciarlos, hacer dos montones: uno con lo desechable y otro con lo «regalable». Limpiarlos bien por dentro y volver a meter aquello y solo aquello, que me pareció que valía la pena conservar.
Liberado el espacio, me di cuenta de que he vivido los últimos tiempos con muy poco y de que, probablemente, lo mejor sea seguir así ¿para qué más? Algo habrá que comprar esta primavera, que es especial, pero lo cierto es que a mí me gustan los armarios y los cajones a medio llenar.
Me pasa lo mismo con la vida. Creo que hay que dejar espacio para experiencias y personas nuevas. No sea que pase algo memorable y lo olvidemos entre tanto recuerdo rancio y, tal vez, incluso amargo. No sea que aparezca de repente alguien mágico o sabio y ya no quepa en una vida abarrotada…
Pero nada es gratis y, yo al menos, pago ese cambio de armarios con una especie de lluvia de melancolía, que me cala hasta los huesos, porque cada cosa que descartas arrastra recuerdos que se aferran a ti con raíces profundas: la camisa que me puse en la segunda boda de aquella amiga a la que hace demasiado tiempo que no veo y que ha durado más que las promesas que los novios se hicieron aquel día; las deportivas que compré cuando me propuse correr tres veces por semana y se quedaron nuevas, porque mi espalda dijo lo que yo me negaba a aceptar entonces: que miente quien dice que basta con desear algo mucho para que sea posible.
Y cuando ya estaba acabando, en el fondo de un cajón, apareció algo que no esperaba. Envuelto en un pañuelo de encaje antiguo, encontré un chupete viejo. Engrasé la agrietada goma con cuidado y busqué una bonita caja donde guardarlo y ahora tengo un tesoro.
Creo que también lloré, pero solo fue una lágrima. Salada. De felicidad.
¡Feliz domingo, socios!
Renovarse o morir, pero siempre con los recuerdos que merecen la pena en la cartera.
La primavera es una excelente ocasión para poner al día nuestros armarios, los externos y los internos. En mi caso, estos días fuera de twitter y de otras hierbas que empezaban a generar en mí más matojos que flores, limpié mis cajones; y al hacerlo, volví a encontrarme con tesoros perdidos. Se vive con mucho menos de lo que creemos, vaciar nuestros cachivaches es un excelente ejercicio para dejar sólo aquello que nos aporta y/o nos aportó.
Curioso, Francesca, al leer tu post me viene a la memoria la película «la niña de la selva», vista recientemente. Suelo llorar en las películas, pero en ésta la lágrima me duró varios días, y aún al recordar el momento en que muere «auri» y Sabine se queda sin un trocito de sí misma, me viene la lágrima.
Feliz domingo y vacaciones:D
Hola Begoña, como siempre, andamos con coincidencias (empiezo a creer que no existen), yo también estoy apartándome de algunas redes sociales; creo que es culpa mía, pero donde antes había conversaciones, ahora veo cada vez más ruido… pero ya te digo que debe ser porque intervengo poco y al no profundizar no le veo el interés. Lo que no sé si es pasajero o se va a quedar ya así para siempre.
No he visto esa película de la que hablas, habrá que verla…
¡Felices vacaciones!
Me gusta el vacío, tengo la «extraña» tendencia a reciclar, regalar o tirar cosas que no se usan, me produce cierto regocijo … me gustaría tener la misma facilidad para vaciar la mente … en ello estamos jeje
¡Feliz domingo!
A mí lo que me gusta del vacío es la esperanza de que, si encuentro un tesoro, tengo dónde guardarlo…
Un abrazo y felices vacaciones, Juana.