Somos el producto de lo que los otros han irradiado de sí o perdido, pero creemos que somos nosotros. ¡Qué equivocados vamos hacia la muerte! Yo siento que me hice del roce de tanta gente: de la monjita, de la amiga de buen gusto, del tío abuelo casi emparedado, del chico de los pájaros, del beso, de la caricia, del insulto, del amigo que nos insinuó, del que nos empujó, del que nos advirtió, del que callado apretó los dientes y sentimos aún la mordedura… Todos, todos. Somos lo que nos han hecho lentamente, al correr tantos años. Cuando estamos definitivamente seguros de ser nosotros, nos morimos. ¡Qué lección de humildad!

Maria Teresa León, Memoria de la melancolía

♫ River

 

Yo también creo que somos lo que los otros nos han hecho lentamente. Y lo que nosotros nos hacemos. Lo que soñamos. Lo que deseamos. Lo que nos niegan y lo que nos negamos. Somos lo que decimos y lo que callamos. Nos definen las palabras, pero sobre todo, nuestra relación con el silencio.  Si lo evitamos e intentamos huir a trompicones, porque se nos hace insoportable y nos impide respirar, somos una persona, y si nos sumergimos en él como en una especie de burbuja de tiempo propio, interno y necesario, somos otra. El silencio nos hiere si lo convertimos en un desierto helado que nos separa del otro, o nos cura si decidimos que sea el espacio que le damos (y nos damos) para expresarse libremente como es.

Nada revela más nuestro verdadero ser que un tiempo sin palabras, en el que no tememos mirar ni que nos miren.

Supongo que por eso no me gustan los lugares donde el ruido nos impide ser. Lo dijo Shakespeare, “la vida (…) es un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin ningún significado”, y puede que tuviese razón, porque sin momentos de quietud y pensamiento, todo es furia, agua embravecida.

Crecemos en la soledad silenciosa, y en silencio dejamos que los otros nos hagan lentamente. Y los hacemos.

Somos silencio y agua … Y eso es bueno.


 

Entras en tu librería habitual a reservar “Cuento de viejas” para leerla en marzo. Hay un cartel enorme junto a la caja, en el que dice que si compras dos libros de bolsillo te regalan una bolsa plegable con caras de personajes de novela. Te dirijes a tu librero pelirrojo porque no encuentras ningún ejemplar de la novela de Turgénev que has pensado comprar para conseguir el misterioso regalo. Te mueves entre montañas de libros, escogiendo títulos y revisando la edición. La mayoría tienen la letra pequeña y amontonada. Compruebas ejemplares de Fitzgerald, Rilke, Auster… entonces te tropiezas con Amos Oz y «Mi querido Mijael». Siempre retrasas la lectura de esa novela porque dicen que es una de las mejores del escritor y te gusta saber que algún día la leerás. De repente piensas que ese día ha llegado.  Te llevas “Padres e hijos” de Turgénev y “Mi querido Mijael” de Amos Oz a casa y los colocas en una mesilla donde apilas las lecturas pendientes y que empieza a estar peligrosamente repleta. Hojeas el libro de Oz y tus pupilas se dirigen a las primeras líneas y cuando quieres darte cuenta ya no puedes detenerte. Avanzas por una historia escrita por un hombre donde una mujer nos cuenta en primera persona su relación con el amor y el pasado, ¡cómo puede saber él lo que hacemos nosotras con esos dos misterios! Pero Oz es atrevido. Cada novela es diferente, ninguna se parece a la anterior, excepto tal vez en que la vida de sus personajes se extingue como una llama triste. De repente suben a buscarte para cenar,  al parecer llevan llamándote un buen rato sin que los oigas. Buenas novelas hay muchas, pero muy pocas son capaces de alejarte completamente del mundo.

Entonces recuerdas que Amos Oz es tu escritor preferido. Nada de lo que él pueda escribir debería tener que ver contigo, pero nunca has dudado de que escribe para ti.

Eso pasó la tarde del miércoles. Es una novela grandiosa y extraña. Leedla, por favor.

¡Feliz domingo, socios!