¿Tampoco tú eres nadie?Yo no soy nadie ¿y tú?
¡Entonces ya somos dos!
¡No lo digas! Lo pregonarían, ya sabes.

¡Qué aburrido ser alguien!
¡Qué vulgar! estar diciendo tu propio nombre
como una rana, todo el mes de junio,
a una charca que te contempla.

Poema 288. Emily Dickinson

Ayer, uno de esos amigos que ocupan horas enteras de mi vida, me hizo esta pregunta: ¿qué ocurriría si no nos conociéramos? si coincidiéramos en uno de esos sitios a los que a los dos nos gusta ir, en una librería, en el banco de un parque, ¿nos reconoceríamos, más allá del personaje que aparentamos ser?

Claro, contesté yo, hubo un día, un instante, en el que si no nos reconocimos, digamos que nos sospechamos… ¡algo hizo que nos dirigiéramos la primera palabra!

Me he despertado hoy pensando en esos relámpagos de lucidez que nos acercan al otro. A veces es un olor, otras la fuerza de un apretón de manos, o una mirada furtiva a la portada del libro que uno de los dos sujeta entre las manos, en mi caso también puede ser un gesto de amabilidad de esos que empiezan a escasear, o lo mejor (y por tanto, también lo más peligroso): la delicada cadencia de una frase perfecta.

Con los años, puede pasar también que los amigos se sucedan como rosarios de lealtad y confianza, en los que el orden de las cuentas no es producto del azar. Se da el caso de personas con las que no ha cuajado lo que tanto prometía, pero han compartido conmigo un amigo que ahora ilumina mi vida. No fue un error, vinieron sin duda para eso.

Pero siempre, sea cual sea el detonante, una vez corroborada la sospecha y descartados los farsantes (o descartados nosotros, fingidores a sus ojos), queda por delante lo más difícil: contarse al otro, quedarte a sus expensas, desarmado, vulnerable y desnudo en lo que importa. Desafiamos al amigo dejándole ver nuestras zonas más oscuras, le retamos confesándole nuestros defectos. Zarandeamos su vida pidiéndole que ame también lo peor de la nuestra. O huya.

Ocurre también que los amigos nos construyen y acaban siendo los únicos que saben quién somos realmente. Mejor que nosotros. Mucho mejor.


A veces la melancolía llega hasta mí como una marejada cuajada de fragmentos de recuerdos.

No sobrevienen porque sí: soy yo la que los provoco para escribir sobre personas o sucesos que ocurrieron en la realidad o la ficción de mi vida. Hechos, sueños, deseos incumplidos, amistad, traición, amores imaginados, caricias que han dejado surcos… todo vale cuando se trata de inventar una historia como el que construye un edificio muy alto, desde el que poder mirar el mundo y distinguir así, tal vez, el sitio que dicen está destinado a cada uno de nosotros.

La literatura es mentira y sin embargo solo ella es capaz de mostrarnos que nuestro refugio existe. Y, aunque sepamos que nunca podremos ocuparlo, su solo conocimiento, su evidencia, nos da el consuelo y el empuje necesarios para seguir buscando la felicidad.

¡Feliz domingo, socios!