Mirage (2011). A. I.
Summer wind. Denis Solee with The Beegie Adair Trio



Hay un placer en los bosques sin senderos,
Hay un éxtasis en la costa solitaria,
Hay compañía, allí donde nadie se hace presente,
Al lado del mar profundo, y música en su rugido:
No amo menos al hombre, sino más a la Naturaleza,
A partir de nuestros encuentros, a los que asisto sigiloso,
A partir de todo lo que puedo ser, o que he visto antes,
Para fundirme con el Universo y sentir
Lo que nunca puedo expresar aunque me sea imposible ocultar.

Peregrinaciones de Childe Harold, Lord George G. Byron

Cada vez valoro más lo imprevisible, la aventura, el placer de sumergirme en lo desconocido. Supongo que es porque solo ahora empiezo a tener conciencia de que el tiempo pasa, sin que nada podamos hacer para retener una juventud que parece haberse alejado de repente. Unos años de ingenua energía que no valoré como debía y que pasé inquieta, anhelando la calma que, decían todos, la madurez traería consigo. No fue así y sigo con la misma ansia aventurera de antes, aunque el tiempo me enseña, poco a poco, a renunciar.
Siempre quise ser la mujer serena que aparento. Afortunadamente, nunca lo conseguí.
“There is a pleasure in the pathless woods (…)”
La primera vez que leí el poema vi esos bosques. Los sigo viendo ahora. Son mis preferidos. Árboles entre los que dejarse sorprender. Perderse y soñar con que quien quiera que te encuentre, reconozca tu forma pretérita y vea en tu mirada viejos brillos, que tú ya no ves. Y no dejar de vivir hasta el final.
“For F. There is a pleasure in the pathless woods (…)”
La segunda vez me pareció, por un brevísimo instante, (bromas del destino), que Robert los había transcrito para mí. 
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He pasado esta semana con la señorita Brodie, conociendo la plenitud de un personaje casi ridículo, que representa muchas de las cosas que siempre he odiado; una de esas mujeres que temen arriesgar, pero incitan a vivir a los demás, con el valor del que ellas han carecido; una manipuladora a la que, sin embargo, Spark hace decir “La seguridad no es lo primero. La Bondad, la Verdad y la Belleza están por delante.” Entender eso es como abrir de repente una ventana y escaparse de la mano de la señorita Brodie, en busca de aire fresco. Y quererla, a pesar de las sombras entre las que esconde su corazón.
Este es el tercer libro que leo de Muriel Spark. Me costó decidirme, eran tantas las alusiones a su sentido del humor, que me indujeron a imaginar novelas de fácil digestión, tan ligeras que solo servirían para engrandecer las historias que otro me regalase después. Nada más lejos de la realidad. Escribe con ironía, y gracias a ella, se pasea por terrenos donde reina la mezquindad, el miedo y la mentira, sin que sus historias se ensucien. Es una escritora lúcida, con una escritura transparente. Y habla de soledad, sobre todo de soledad. Creo que era un personaje de “De aquí a la eternidad” el que decía que, sobre la soledad, nadie miente.
“Éstos son mis años de plenitud. Recordad lo que os digo: es importante saber reconocer cuáles son los mejores años de la vida de cada cual”. Leo y recuerdo escenas vividas en un agosto que, la lluvia de esta noche, ha alejado mucho más de lo que indica el calendario. Leo y pienso que reconocemos nuestra plenitud cuando notamos a nuestro alrededor un dulce ajetreo, de gente que se aleja de una luz que teme pueda oscurecer la suya, y de gente que se acerca con la intención de iluminarse y acaba iluminándonos; y es que nuestra plenitud quizá sea, justamente, esa época en la que somos capaces de apreciar y disfrutar la plenitud de otro… y de visitar, cogidos de su mano, los lugares del alma en los que esconde las cosas importantes.
Las personas tenemos rincones inexplorados, donde únicamente los más arriesgados y empecinados llegan, aquellos que deciden acompañarnos en un dolor, aún a sabiendas de que eso no nos lo hará más ligero… pero restarle soledad a la tristeza, ya es restarle mucho. 
Este verano he recorrido rincones ajenos y he dejado que alguien recorriese alguno mío. Ha sido extraño sentarme en esa habitación, en mi sillita de anea, a contemplar con otro nuestros pasados. Hemos bebido limonada casera, de la que preparaba mi madre, jugado a las canicas a la sombra de un membrillo y dado largos paseos por la orilla de una playa solitaria. Yo he sacado del bolsillo del bonito delantal, en el que acabó convertido mi pequeño vestido de lunares azules, la canica de la suerte (lechosa, con una franja amarilla de cristal, retorcida en su interior), que me regaló mi hermano. Y he ganado todas las partidas. Los dos las hemos ganado. Y es que hay partidas en las que nadie pierde. Las mejores.
¡Feliz domingo, socios!
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