A un fantasma le preguntan el nombre: responde diciendo uno que no es el suyo, no porque haya querido engañar sino por equivocación. Le pasa siempre.
Continuación de ideas diversas. César Aira.
Los soñadores tenemos una cosa en común con los ascetas: necesitamos poco para vivir y convertimos todo lo demás en un capricho que nos creemos obligados a disfrutar.
Los soñadores nos parecemos a los niños: para nosotros todo es posible, por eso no nos resignamos y por eso, o por vete tú a saber porqué, en ocasiones, nuestros sueños se cumplen y eso nos reafirma en nuestras convicciones y empezamos otra vez a soñar como locos.
Los soñadores somos unos iletrados, que hacemos listas cortas de deseos, no por falta de ambición, sino porque preferimos que lo bueno venga de a poquito, para saborearlo como se merece, para regodearnos en el detalle, para no perdernos nada, para convertir el instante en un momento y el momento en una vida.
Los soñadores disfrutamos haciendo trampas: es mentira que consigamos las cosas solos, pedimos y aceptamos toda la ayuda que está al alcance de nuestra mano. Todo es mejor cuando se comparte y NO, no es verdad que «quien parte y reparte se queda siempre con la mejor parte» ¡todo lo contrario! Qué bonito es ver cumplido el sueño de otro y columpiarse en su sonrisa…
Los soñadores también tenemos vocación de ilusos, para los que el tiempo se mide con un reloj de arena. Para nosotros nunca es tarde, la edad no importa y la distancia no existe. Por eso somos tan buenos esperando, no conocemos la prisa y creemos que todo llega cuando tiene que llegar y siempre lo hace en el mejor momento.
Pero es mentira que soñar sea gratis, si no que se lo pregunten a la niña de las trenzas, esa a la que se le daba tan bien jugar al escondite, la que deseaba que lloviese para pisar los charcos, la que unas veces se dejaba ganar -cuando sabía que el rival se pondría triste- y otras –con el amor propio magullado- disimulaba el dolor de haber perdido, como si quedarse sin el precioso cromo del angelote no le importara tanto después de todo.
Soñar es caro si tras la espera, lo conseguido no es ni rastro de lo imaginado y solo aporta la felicidad de lo fácil. Nada que ver con esa otra, la de verdad, la que hace que por más que lo intentes no consigas silenciar tu corazón, que notas brincar a mil por hora.
Escribo esto de madrugada –regresan los viejos hábitos- tomando el primer café del día, frente al único ejemplar de la novela que queda ya en casa. Paso los dedos todavía fríos sobre la suave superficie de la cubierta y, junto al rastro de un viejo sueño, noto ya el hormigueo de otro que empieza, porque, casi me olvido de decirlo: los soñadores somos, sobre todo, reincidentes.
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(La fotografía la saqué en el Coffee Lab de Murcia. Así sirven el café ellos: un sorbito de té tibio para «lavar» el paladar, una galletita para después y una tarjeta de presentación, que parece un poema. Me senté en un silloncito de cuero y me acuerdo de todo lo que allí pasó porque fuera llovía; no mucho, pero sí lo suficiente como para que me entrasen unas ganas locas de quedarme allí un rato, escribiendo poco más o menos, lo que os cuento hoy).