Para entonces ya sabían que entre vivos y difuntos apenas hay una diferencia cualitativa sin demasiada importancia, y que a cada ser humano le es dado tener en la vida a una sola persona a quien invocar en el instante de su muerte.
Calle Katalin, Marta Szabó

Nada más abrocharme el cinturón de seguridad y con el sonido de fondo de la azafata explicando lo que teníamos que hacer en caso de que el avión se estrellara (lagarto, lagarto), abrí el libro y empecé a leer. “El proceso de envejecer no es como lo describen los escritores, ni tampoco como se define en la medicina”. Mal empezamos, pensé para mis adentros, a ver por dónde saldrá esta ahora… seguí leyendo a pesar de los malos augurios y lo siguiente que oí fue al comandante diciendo por megafonía que iba a intentar aterrizar, aunque con la niebla que cubría el aeropuerto no nos prometía lograrlo al primer intento (y yo sin saberme las instrucciones…). Pero tan absorta estaba en la novela que no me importó tener que permanecer más tiempo dentro de aquella caja voladora, sobrevolando Vetusta a la espera de que escampase.

Más tarde, ya en Oviedo, detuve el paseo para sentarme en un banco del Campo de San Francisco a leer un rato (Szabó y yo nos merecíamos la sombra de aquellos árboles), antes de visitar la catedral y tomarme un café y un carbayón en la confitería Rialto.

Escribo hoy a punto de terminar “Calle Katalin”, intentando leer despacio para que la historia se grabe en mi memoria, aunque no creo que pudiese olvidar a Irén (con tanta necesidad de recibir amor) o a Blanka (tan necesitada de que acepten todo el amor que es capaz de dar), aunque me lo propusiera.

Me reservaré un momento tranquilo esta tarde para saborear el final (que intuyo amargo) con una taza de té en una mano y un silencio curativo alrededor.


Cualquiera sabe que los tiempos de la siembra y los de la cosecha nunca se mezclan. Eso es algo que no parece muy difícil entender y, sin embargo, cuando se trata del amor (de cualquiera de los tipos de amor que hay en el mundo) sentimos la necesidad imperiosa de recoger los frutos el mismo día que plantamos la semilla. Deseamos que las personas nos entreguen su afecto ante el primer atisbo de dulzura. Y lo que es peor, obligamos a nuestro propio corazón a palpitar sin argumentos por el otro, arrastrándolo a territorios emocionales vacíos, donde luego los abandonamos sin remedio, porque donde nos hemos empeñado en ver amor, solo había miedo a la soledad.

No estoy hablando de paciencia, ni de espera, estoy hablando de construir despacio, de hilar fino, de cuidar los detalles, de observar. Hablo de tratar al otro como lo que podría ser: aquel a quien invocaremos en el instante de nuestra muerte. Y uno nunca sabe quién será esa persona ¿verdad? Puede que un amante antiguo, pero también un hijo, un padre, un hermano. O un viejo amigo… que hoy es amigo a secas.

¡Feliz domingo, socios!