La luz al final

Y sin embargo mi madre, a quien amaba y conocía muy bien, me vincula a ese territorio extraño,a eso otro que fue su vida y de lo que en realidad no sé ni supe nunca demasiado. Es una cualidad de la vida con nuestros padres que a menudo nos pasa inadvertida y por consiguiente no le damos importancia. Los padres nos conectan -por encerrados que estemos en nuestra vida- con algo que nosotros no somos pero ellos sí; una ajenidad, tal vez un misterio, que hace que, aun juntos, estemos solos.

Mi madre, Richard Ford

Dicen que la mayor parte de lo que vivimos permanece inaccesible para nosotros y que, para no sucumbir ante ese misterio, construimos un escenario en el que las cosas que nos importan adquieren sentido; porque incluso siendo conscientes de que nunca sabremos las auténticas razones de nuestros actos, necesitamos encontrar motivos que los justifiquen. Asideros. Botes salvavidas. Ese escenario, tramposo y redentor, por supuesto, lo construimos a posteriori, una vez que el daño o el amor (o ambos) ya están hechos. Y todo ocurre porque necesitamos protegernos de una realidad que, como dijo el poeta, no tiene remedio.

Vengo de las vacaciones que me tomé para curar los efectos de la irremediabilidad de los dos últimos años de mi vida; esos que he pasado montando y desmontando mi particular teatrillo ambulante, viviendo la euforia de los halagos tras la actuación y la soledad posterior, tan triste que no se alivia con la compañía (aunque a veces nos aleje del abismo, que ya es bastante).

Han sido días subjetivos en el más amplio sentido de la palabra: los he pasado mirando hacia dentro, desmontando los argumentos de todos estos meses, desentrañando ambigüedades y creando un entorno distinto al que me protegía de una verdad que se ha atravesado en mi vida salpicándolo todo: nadie esquiva a la muerte eternamente.

Pero afortunadamente hay más verdades.

El amor ha reaparecido en la vida de A., y por tanto en la nuestra. Vino a presentarlo y la casa se llenó de alegría; pero no mucha, la suficiente, la de unos niños desplegando su armas más poderosas: la curiosidad y la risa. Y, por supuesto, ganando la batalla. Cuando se marcharon la casa olía a tomates frescos y a sal.

He leído, por fin, una novela maravillosa. Un relato corto e inmenso sobre alguien que no se plantea otra cosa que no sea adaptarse a lo que el destino le depare, sin intentar darle a su vida una trascendencia de la que está segura carece. No le hace falta, lo hizo su hijo por ella. Richard Ford me dejó con ganas de más Richard Ford, aunque hoy, en cuanto acabe esta entrada, seguiré leyendo “El jilguero” de Tartt que, a pesar del Pulitzer, ha tardado más de 300 páginas en seducirme, pero que lo ha conseguido por fin, cuando ya iba a darme (y a darla) por vencida. Contemplo desde aquí una prometedora montaña de libros esperándome en la mesilla y sé que postergaré ese incierto placer para ir a Canadá, claro, qué otra cosa puedo hacer…

En vacaciones también celebré mi santo y fue un día extraño, más melancólico que feliz. Mi padre tenía un don innato para la alegría, por eso sé que no podré celebrar nunca más nada sin acordarme de él, pero eso no es malo. El regalo principal fue un portaminas que hace juego con el bolígrafo que le regalé hace unos años y que ahora utilizo yo, porque me consuela escribir con él.

Y poco más. En mis vacaciones salvadoras he visitado las bambalinas y he reparado desperfectos, he recolectado afectos y he sembrado algunos nuevos, con la esperanza de que fructifiquen. Para que en el futuro que se volverá presente y que, inexorablemente, traerá de todo, bueno y malo, eviten que dé el salto.

O que, si lo doy, sea de alegría.

¡Feliz domingo, socios!