Muérdago

La ironía era algo nuevo para ella y le sabía extrañamente bien, como una fruta de verano difícil de encontrar. Pronto ella y los otros se pasarían gran parte del tiempo siendo irónicos, serían incapaces de contestar a una pregunta inocente sin dar a sus palabras un ligero matiz sarcástico. Poco después de eso, el sarcasmo se suavizaría, la ironía se mezclaría con seriedad y los años se acortarían y pasarían volando. Entonces no faltaría mucho para que todos se sintieran perplejos y tristes por haber alcanzado su yo adulto más denso, definitivo, sin apenas posibilidad de reinvención.

Los interesantes. Meg Wolitzer.

En casa hay una mesa desde la cual, si te sientas en el lugar adecuado, se ve el mar. Como no todo puede ser bueno, la contaminación lumínica que no me deja apreciar las estrellas, tampoco permite que distinga el horizonte de agua que cierra el paisaje nocturno… hasta que amanece. Ahora, mientras la luz pugna por hacerse un hueco entre las nubes y yo aspiro los aromas de un té de caramelo que me he preparado hace un momento, el Mediterráneo traza una línea fina ante mis ojos, un trampantojo que intenta que me crea que el mundo se acaba justo allí, que todos los horrores que esconde su oleaje son calumnias, que nosotros, los que lo admiramos plácidamente desde nuestras cálidas casas somos inocentes ¡cómo si los testigos pudieran serlo!

Es curiosa la lucidez con la que pensamos al amanecer. Yo, por ejemplo, confío mucho en el poder regenerador de los días, porque últimamente estoy expectante, como si en cualquier momento fuese a empezar una nueva era.

Me estoy aclimatando como puedo a su ausencia, a mi sitio en lo que él dejó, a una madurez con la que no contaba (siempre creí que de joven pasaría a vieja, ahorrándome esa edad tan aburridamente responsable), y a un duelo que está resultando intermitente y se presenta a ráfagas y sin avisar.

Ayer regresaba de la ciudad y, sumergida en el sopor del ruido sordo del tranvía que me llevaba a casa, decidí que tal vez haya llegado ya el momento de ocuparme de mí, de reservar un poco de mi tiempo, cada día, para dedicarlo a pensar sobre lo que voy a hacer ahora que me he convertido en otra, de una forma tan lenta como inexorable.

Sé que esa transformación no se ha debido al sufrimiento. En los últimos dos años ha habido momentos dolorosos, pero también numerosos resquicios de felicidad, pequeños respiros que nos da la vida y que he aprovechado porque sabía que todos y cada uno de ellos podía ser el último instante compartido. No sé cuándo decidí enfrentarme al futuro con más fe que miedo, con más agradecimiento que desdén, pero estoy contenta de haber elegido ese camino.

Hoy, tomando el té frente al mar me he dado cuenta de que he aprendido cosas importantes durante este tiempo. Algunas de ellas, como que cada uno se enfrenta a la muerte de un ser querido como puede, más que como quiere, son obvias. Otras no lo son tanto, pero ahí están, igual de incontestables. El empecinamiento con el que uno intenta centrarse en los actos y no en las intenciones, la violencia interna y prejuiciosa que se ejerce sobre lo que no entendemos, el terror que precede a la resignación ante lo inevitable, el valor del amor y la amistad. La asfixia cotidiana. Pero, sobre todo, el consuelo de un abrazo inesperado, torpe y a destiempo.

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Hoy es Santa Lucía. El día que desde hace muchos años marca el inicio de la Navidad en mi casa. La celebración será discreta, porque ahora atravesamos el tiempo de puntillas, por si quebramos algo que desate las lágrimas.

Nunca me gustaron estos días en los que se exhibe la alegría de una forma casi obscena, porque pensaba en las personas que tenían motivos para la tristeza y que parecían molestar en el idílico paisaje navideño de paz y felicidad. Este año me toca estar en ese otro lado, como a E. a la que imagino rota por el golpe reciente que le ha dado la vida, o como a L. que las celebrará con la incertidumbre de si serán o no las últimas.

Hoy es Santa Lucía y nadie se ha atrevido a bajar del altillo la caja con los adornos navideños, ni el árbol, ni la corona de piñas que poníamos en la puerta, pero ayer me regalaron un ramito de muérdago, esa planta que nunca debe tocar el suelo para conservar sus propiedades protectoras -de la maldad, los rayos y las enfermedades- y mágicas –dicen que bajo ella te vuelves invisible y los amantes pueden besarse sin miedo de despertar envidia de los dioses-.

El muérdago promete salud y amor eterno. Ya la he colgado en el quicio de la puerta de casa. Porque nunca se sabe. Por si acaso.

¡Feliz domingo, socios!