Pareeerica. The magical world of Alice. Con licencia CC.
Las noches empiezan a entibiarse y cada vez es más agradable escribir en semipenumbra el post del domingo, ya sin la calefacción artificial que tanto me molesta. Hoy me he preparado un tazón enorme del té de canela que reservo para los momentos calmos.
Últimamente insisto en que ando desconcertada, en que no me reconozco… y tal vez porque esta reflexión mía sobre la evolución personal, ha coincidido esta semana con la lectura de la estupenda novela de K. Stockett “Criadas y señoras” (que estuve a punto de no comprar, por culpa de una desafortunada edición… la salvaron las buenas referencias y me alegro), hoy me ha dado por pensar (otra vez) en el cambio, el riesgo, el valor, la incertidumbre…
Aunque me manejo bien en entornos inestables y siempre he creído que el cambio no es una opción, hay épocas en las que ciertamente parece que todo se mueve más deprisa y debo recordar que lo absurdo sería creer que la inmovilidad es factible. Yo siempre he pensado que el cambio era consustancial a la vida… ahora sé que también es sigiloso y sólo se deja ver cuando te encuentras lejos de donde creías estar, cómo cuando paseas lentamente, disfrutando de las vistas y sin apenas notar que avanzas… en esos paseos que acostumbran a ser los más largos y enriquecedores, porque saboreamos (también) el paisaje interior.
Hace unos años, cuando decidí recuperar a la estudiante que abandoné de forma traumática y volver al camino que inicialmente parecía estarme destinado, no pensé que mis circunstancias cambiarían como lo han hecho, pero era plenamente consciente de que, por dentro, las cosas mutarían y que, tarde o temprano, aparecería ese yo interior, irreverente y descreído, que acallé en su momento, y que creo tengo el derecho moral de revisitar (y, en cierta medida, restituir) para parecerme un poco más a la que siempre he sido, y menos a la que tantas veces he fingido ser.
Supongo que por eso, porque me creo legitimada para ser quien soy, me alegra lo que veo cuando miro hacia dentro, pero aún así, me está costando aclimatarme a la nueva situación y al horizonte que intuyo.
Pero el miedo acecha y, a veces, me incita a esperar que algo se tuerza y me obligue a volver al cómodo (y sufriente) redil en el que vivía… pero el cambio en mi interior es ya irremediable y el lugar que dejé necesariamente tampoco será ya el mismo al que regresaría (nada permanece inalterable… y todo lo alteramos con nuestra presencia).
El caso es que noto cómo tomo impulso para dar un salto al vacío (todo por construir, sí… pero ¡tanta soledad al principio!) que puede traer consigo amputaciones dolorosas, que sólo asumiré si racionalizo y acepto que son inevitables (aunque sé que el dolor del “miembro fantasma” me acosaría de por vida -¡cómo tranquiliza el condicional!- si salto… y que la culpa puede ser mi compañera -otra cosa bien distinta sería no saltar, sino caer-).
Mi duda es si cabrá un latido de felicidad en los turbulentos tiempos que (tal vez) se avecinen… y en eso estoy. Mientras, el té se ha enfriado (noto el regusto metálico del tanino) y releo un poema al que no sé cómo he llegado, pero que siento que viene a cuento… y, si no viene, debería…

Lo imposible
Por odio de lo fácil detesto la aventura.
¿Qué mayor aventura que abrir una ventana,
mirar pasar las nubes mientras pasa la tarde,
acariciar tu pelo, acostarse temprano,
escuchar una voz que canta en otro siglo?
Por odio de lo fácil. Déjame que sonría
ante tantos que anhelan lo que jamás les falta.
No se pisa dos veces en el mismo lugar.
Nadie abraza dos veces a la misma persona.
No se detiene nunca la nave que nos lleva,
incansable da vueltas en su viaje estelar.
Mírame: ya soy otro. Y te sigo queriendo
a ti que ya no eres quien ayer sonreía.
Cuatro estaciones tiene el tren en que viajamos
y en ninguna nos dejan detenernos.
Por odio de lo fácil detesto la aventura.
¿Qué mayor aventura que mirarte a los ojos
y ver en ellos juntas mi dicha y una lágrima?
¿Qué mayor aventura que no saber siquiera
si el día de mañana seguiremos con vida?
Aspiro a lo imposible: a la monotonía.

«Principios y finales» de José Luis García Martín

¡Feliz domingo!

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