Para Isabel.

Escribí la dedicatoria poco antes de salir del trabajo. Metí la novela en el bolso y me dirigí al punto de encuentro.

Hace unos meses una compañera del hospital me enseñó un whatsapp con la fotografía de un pastel, “mira lo que voy a merendar esta tarde, es que esta amiga mía hace unos dulces increíbles, ni te lo imaginas” siguió hablando, pero yo ya no la oía, solo veía, sobre la imagen, el nombre completo de la autora (era un chat de grupo). Me parecía mentira que fuese ella, después de tantos años.

No fue una amiga de la infancia, fue “la amiga” de la infancia, desde que empezamos a los 5 años en el parvulario, hasta que yo me marché del colegio y del barrio a los 12.

Nunca sabes lo que influyes en la vida de una persona hasta que ella te lo dice. No conoces a la niña que fuiste hasta que alguien que la trató y la quiso te cuenta cómo era. Jamás se me pasó por la cabeza que ella guardase con tanto amor los momentos que compartimos: las tardes en mi casa, escuchando a Serrat en el tocadiscos que mi hermano tenía dentro de su armario (¡se acuerda incluso de la canción que ya entonces, como ahora, me hacía llorar de emoción!), los castigos en el pasillo ¡siempre por hablar!, nuestro «grito de guerra»… Ella recordaba escenas que yo creía haber olvidado y que me transportaron de golpe a la infancia, esa época a la que los afortunados regresamos cuando queremos revivir la auténtica felicidad.

Charlando, charlando, se nos hizo de noche y nos despedimos con una promesa de vernos antes de Navidad.

Era el black Friday y la Diagonal estaba intransitable. El primer autobús tardó tanto en llegar al enlace que decidí coger un taxi para hacer el resto del trayecto. Camino de la parada pasé por delante de Regia, no sé si os he dicho que soy una loca de los perfumes y hacía tiempo que quería probar uno que solo venden allí. Nada más oler la pequeña tira de papel, supe que no era lo que estaba buscando. Una pena. La vendedora, intrigada por mi primera elección, quiso ayudarme y nos pusimos a hablar con una confianza impropia de dos extrañas. Le conté que los mercadillos donde compraba camisas arrugadas de algodón indio en la adolescencia olían a pachuli y que en la biblioteca del barrio me gustaba sentarme en un rincón donde había dos sillones de cuero viejo; que cuando recuerdo mi infancia puedo oler todavía el agua de violetas de mi abuela y la vainilla de las tortas que me compraba para desayunar en vacaciones y, como la memoria nunca se pasea en línea recta, acabé explicándole que me encantaría atrapar el olor dulce y delicado que emanaba de la fuente llena de Claudias que parecía estar esperándome en la cocina, tras los últimos exámenes en la universidad.

Por fin me dijo que tenía uno que me iba a encantar “Pruébalo y luego me cuentas”. Me perfumó, cogí un taxi y me fui a casa. Era maravilloso ¡y era el mío!

Al día siguiente volví a la tienda, compré el perfume y una vela con el mismo olor, que encendí esa misma noche en el estudio.

Lo llevo puesto ahora.

Sé que puede parecer una locura, pero sentí que aquella niña que ella conoció se lo merecía… y yo, un poco, también.