¿Habrá un fin al saber?
Nunca, nunca. Se está siempre al principio
De una curiosidad inextinguible
Frente a infinita vida.

Jorge Guillén, Hacia el final

El martes pasó deprisa y fue sorprendente.

Ayer, en una cena al aire libre, con la única iluminación de las estrellas y unos farolillos que impidieron buenas fotos, pero ayudaron a crear un ambiente íntimo y tranquilo, pude por fin detenerme y recapacitar sobre lo que sentía en realidad.

No me conozco tanto como creo (tal vez uno nunca llegue a conocerse), porque cuando yo esperaba sentir que algo había acabado (e incluso temía que el vértigo del vacío apareciese de repente, tras cualquier gesto cotidiano), con lo que me topé fue con un montón de inicios.

El martes yo creí vivir un acto académico y lo que experimenté fue la entrada en otro periodo vital. Anoche celebramos ese nuevo comienzo y para ello nos reunimos un grupo de vulcanianos. Gente extraña para los que el mejor aval es ser amigo de un amigo, personas capaces de escucharte cuando hace falta y arrimar el hombro y regalarte su tiempo (acompañándote en el llanto, si es preciso), pero también amigos que disfrutan con tus alegrías.

Vivimos en una cultura de la compasión, donde, a veces, las penas ajenas nos ayudan a sobrellevar nuestras pequeñas miserias cotidianas. Porque el árbol caído nos recuerda que nosotros, al menos, todavía estamos en pie.

Pero cuando las cosas salen bien ¡qué raro es encontrar gente generosa, que se alegre por ti, que disfrute admirando tu felicidad y la comparta sin hacer comparaciones, buscar excusas o sentir rencor!

Crecí pensando que los amigos se distinguían por estar junto a ti en los momentos de tristeza: eran los que entonces te acompañaban, te consolaban, te ayudaban. Y es cierto que eso importa. Sin embargo yo amo especialmente a los que cruzan un mundo, si hace falta, con el único objetivo de verme sonreír, porque mi sonrisa les hace felices a ellos.

Anoche quise compartir la felicidad de ver cumplido mi objetivo de los últimos años con algunos de los que he ido reuniendo, poco a poco, a lo largo de mi vida y para ello necesitaba rodear la cena de las mejores vibraciones.

Por eso quise que Luisa, esa mujer dulce y amable, que llegó hasta mí de la mano de Amanda y con la que la confianza fluyó cálida desde el primer momento, se encargase del pastel con el que deseaba obsequiarles.

Espero que el cariño con el que lo elaboró se note en las fotografías. No le dije que me gustaban las peonias… pero hubo peonias. También estuvo presente el naranja, ese color que ella pensó que me correspondía, nada más verme, y con el que ahora tanto me identifico.

La velada fue fantástica y las tartas recibieron los honores que sin duda merecían (red velvet una, zanahoria, nueces y crema de queso la otra). Mañana mismo intentaré comprar un recipiente que preserve y deje ver las maravillosas flores de azúcar que esculpió para mí).

Y yo, en medio de las risas y la charla, sentí que regresara a casa tras un largo viaje y los amigos de siempre estaban esperándome, pacientes, para recibirme con un abrazo que desde hoy mismo, sé que debo empezar a merecer.


A estas alturas, muchos de vosotros ya sabréis que la defensa de la tesis fue mejor que bien. En mi otro blog tengo colgadas las diapositivas que utilicé para la presentación y pronto dejaré también un pdf para que, los que lo deseéis, os podáis descargar el texto.

En lo esencial nada ha cambiado, porque seguiré haciendo lo mismo de siempre: intentar comprender cada día un poco mejor la condición humana.

Queda todavía mucho por aprender.

¡Feliz domingo, socios!