Si no me encuentras enseguida,
no te desanimes;
si no estoy en aquel sitio,
búscame en otro.
Te espero…,
en algún sitio estoy esperándote.
Canto a mí mismo. Walt Whitman.

Los últimos días he estado pensando de manera recurrente sobre esa preferencia mía por leer frases hermosas y vanas, aunque las encierren textos que no desvelen cosas como los misterios del amor o la razón del odio, frente a esa otra lectura bronca escrita por autores que intentan transmitirnos un mensaje, con palabras vulgares, sin brillo. A mi yo lector le gusta que le seduzcan.

A veces, claro, un escritor lo puede tener todo. Mansfield posee ese don, y McCullers, también Maxwell y Fitzgerald. Y por supuesto Dickens. Pero a todos ellos les gusta en ocasiones relajar la pluma y entonces nos ofrecen textos sin enjundia, banales, que algunos califican de menores. Pero cuando uno de los grandes escribe sin querer transcender, cuando escribe como el que juega a las cartas con amigos, sin aspirar siquiera a que alguien le lea y le comprenda, yo lo admiro más si cabe, porque baja la guardia y me deja ver su corazón. Encuentro placer en las palabras engarzadas como pulseras exquisitas que acaban rodeando mis muñecas y casi oigo tintinear mientras paso las páginas del libro. Me dejo seducir por la melodía de unas frases encadenadas como si saliese del flautín de un encantador de serpientes. Y es que ante alguien que escribe de una forma hermosa, yo me entrego y caigo a sus pies, hipnotizada.

¿Y esto a Santo de qué viene? os preguntaréis vosotros. El caso es que acabo de leer unas deliciosas historias de fantasmas escritas por Dickens, unos cuentos que intuyo no fueron escritos con más fin que el divertimento del propio autor. Y ahora estoy leyendo otros, igualmente livianos, “La señora Lirriper”, un recopilatorio de historias, producto de lo que debió ser un reto entre colegas ¿serían capaces de construir sobre personajes creados por otro? ¿conseguirían arrancar una sonrisa, un suspiro, una carcajada, una lágrima, al resto del grupo? Charles Dickens abre y cierra el libro con sus relatos, y en medio nos tropezamos con Elizabeth Gaskell, Andrew Halliday, Edmund Yates, Amelia Edwards, Charles Collins, Rosa Mullholand, Henry Spicer y Hesba Stretton. Todos hablan de la misma Sra. Lirriper, pero sus diferentes visiones hacen que la veamos como a través de un caleidoscopio. Un delicioso juego entre amigos que nos demuestra que escribir no es siempre un acto solitario.

Y yo, que últimamente he conocido las bondades del relato a cuatro manos y entiendo que alguien escriba para sí mismo o para un otro totalmente definido y real, disfruto con ese libro como si tuviese ante mí una caja llena de exquisita repostería literaria en la que ir picoteando: ahora un pastelito de frutas, ahora una trufa de chocolate, o un tocinillo de cielo… hoy leo un cuento de Gaskell, mañana uno de Stretton, luego otro Dickens…

La señora Lirriper, el Comandante, la señorita Wozenham, Jemmy… me acompañan en estos ajetreados días, en los que hago juegos malabares para sacar las cosas adelante, sin que nada se quiebre. Dickens ha venido a traerme paz, también a alguien que cuando más afanada estaba yo mirando al suelo, se ha plantado ante mí con un viejo baúl, ha entreabierto la tapa y ha dejado salir un torbellino de estrellas que han corrido raudas a poblar la noche. Y aquí ando yo, mirando al cielo, hipnotizada y feliz.

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No pude subir al despacho hasta que ya era oscuro. Ha sido una semana de fértiles quehaceres y la tarde del sábado pasó de largo, casi sin sentir.

Ayer llegué aquí con muchas ganas de escribir, pero con demasiadas cosas bullendo en mi cabeza, pidiéndome que las dejase madurar antes de contarlas. Se cruzó entonces esta foto en mi camino y me recordó que es cierto, yo no sé escribir de esa manera, necesito una mente sosegada. Ese jardín habitado por la silla y el sombrero.

En el trabajo me encanta ver nacer las ideas y compartirlas con gente en quien confío, todavía en bruto, para que enciendan a su vez la llama de otras ideas en ellos y después pulirlas juntos. Pero sentarse ante una hoja en blanco, virtual o no, para escribir historias es otra cosa. Mirar el teclado esperando ser golpeteado y notar las manos quietas, desconectadas por completo de lo que habita mi mente y se pelea por salir, es descorazonador. Anoche me acosté pronto.

Por eso hoy me he despertado al amanecer y he venido al Club con la mente limpia y los dedos cargados de palabras. Y es que, para escribir sobre la vida, ficticia o no, necesito ser la mujer paciente y silenciosa que, en realidad, solo soy aquí.

¡Feliz domingo, socios!