«Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico ser de una persona lo que ella pretende mostrarnos como tal. Si alguien se obstina en afirmar que cree que dos más dos son cinco y no hay motivo para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por mucho que grite y aunque se deje matar por sostenerlo.»

‘La rebelión de las masas’, José Ortega y Gasset.

Estos días mi padre hubiese cumplido 91 años. Siempre estuve muy unida a él y nunca dejó de enseñarme lo que había aprendido de sus vivencias como niño de la guerra e incluso de esa juventud que tanto le dolía que le hubiesen robado, porque, decía él, no le dejaron tiempo para la alegría y soñar con un futuro esperanzador era entonces uno de los mayores pecados que se podían cometer –el otro, el más perseguido, era pensar libremente y, para combatirlo, su libro de cabecera fue, desde que tengo memoria, La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset–.

Mi padre y yo hablábamos mucho, a pesar de la limitación que le impuso su primer encuentro con el cáncer, apenas superada la cincuentena. Recuerdo lo que luchó para recuperar la voz, repitiendo machaconamente los ejercicios de foniatría cuando creía que nadie lo observaba. Pero fue en los últimos años en los que más conversaciones compartimos. Sé que le gustó mi interés por las ciencias sociales y me preguntaba por teorías que reforzasen lo que él conocía de sobras gracias a la práctica, por eso, en aquellas charlas, que a medida que sus fuerzas fallaban iban ocupando más y más espacio compartido, quien más aprendía siempre era yo, por más que él se resistiese a aceptarlo.

Las normas que han regido mi comportamiento, primero juvenil y luego adulto, me las inculcó él y sobre todas ellas había una que siempre fue para mí de obligado cumplimiento: ‘ningún fin justifica cualquier medio’. Otra era desconfiar de las personas y de los grupos –¡sobre todo de los grupos!– que actúan con esa especie de valentía eufórica que les hace defender su causa en clave de ‘todo o nada’ y la última, aunque no la menos importante, huir como de la peste de cualquiera al que oyera decir una frase que se pareciese remotamente al totalitario ‘conmigo o contra mí’.

Desde pequeña supe que únicamente debía fiarme de las personas capaces de dudar, porque solo ellos escuchan con el deseo de entender la sensibilidad del otro y no solo sus razones. Mi padre, en este país tan proclive a pensar en blanco y negro, quería que yo habitase el menospreciado territorio que los separa, ‘no te creas lo que dicen, el blanco y el negro ni siquiera son colores y en la distancia que los separa es donde están los colores de verdad’. En las paredes de mi casa hay colgados algunos de sus mejores óleos.

Otra cosa que me decía, cuando yo llegaba del colegio indignada y le contaba una de mis enormes ‘desgracias’ infantiles –son siempre las más dramáticas-, era ‘un problema que no se puede resolver, no es un problema, es una trampa’ y por lo tanto, todo aquello que es realmente un problema, se puede resolver.

Hoy, como habréis notado, me he despertado con ganas de hacerme las trenzas y salir a la calle de su mano a comprar el pastel de los domingos. Yo, con mi vestido de cuadritos Vichy azules, él impecable, con su corbata de seda y su ilegal carnet de Comisiones Obreras en uno de esos disimulados bolsillos interiores que tenían antes las americanas de caballero.

Así era mi padre, suave seda y firmes convicciones. Y no había contradicción alguna en ello, porque no hay que dejar que nadie se apropie de los símbolos y porque todo –excepto la violencia y el odio– debe poder coexistir en ese territorio coloreado que tanto se empeñan algunos en llamar gris.

¡Feliz domingo, socios!