Nunca he entendido el afán por sentir miedo que tienen algunos y que se hace más evidente estos días. Lo peor del miedo no es que nos vuelva frágiles, lo peor del miedo es que nos hace tomar decisiones basándonos en mentiras que la amenaza imaginada nos presenta como verdades indiscutibles. Gritar, huir, esconderse, no son la solución, ni siquiera en la ficción, que no es tal, porque la primera regla que debe cumplir la buena ficción es parecerse a la realidad.

En la vida, cuando la amenaza es real y el miedo inevitable, de nada sirven los aspavientos, pero basta con contemplar todo lo que se desmorona a nuestro alrededor para que la belleza recupere su papel de tabla salvadora.

Hace algo más de un mes que no me paso por aquí y justo es poneros al día. ¿Qué he estado haciendo estos días? Fundamentalmente dos cosas: desechar y recuperar. Y en ese proceso, que a fin de cuentas no significa más que poner orden en mi vida a la vez que lo pongo en el cajón de los calcetines, he querido que el primer criterio a la hora de eliminar fuese el miedo y el que predominase a la hora de recuperar fuese la belleza.

Obviamente, nada de lo que yo he hecho os servirá a vosotros, porque a cada uno le da miedo una cosa y el concepto de belleza es casi tan diverso como el de felicidad, pero aún así, ahí van algunas notas.

Bello, para mí, es todo aquello que forma parte de una aspiración interna de alcanzar a la vez lo más elevado y lo más profundo. Bella es cada fotografía, cada prenda, cada joya, cada libro, cada gesto, que tiene un significado personal y positivo añadido a la función que le ha sido asignada. Bella es la bondad, la tristeza, la alegría, la verdad, el llanto y la risa. Bellas son algunas cosas, nuevas o viejas, que evocan en nosotros una emoción intensa y, a ser posible, amable. He de decir aquí que yo soy esa persona que se toma el café de la mañana en una de las dos únicas tazas que conservo del juego que elegí en mi lista de boda. Esas tazitas blancas, con los bordes desconchados, me recuerdan la fortaleza de una relación que ha resistido los cambios, los desencuentros e incluso la felicidad, que tanto araña, a veces, el corazón de las personas. Esas tazitas blancas son un buen ejemplo de la belleza que deseo atesorar.

Y he hecho otras muchas cosas, algunas de las cuales os dejo aquí, por si queréis probar también vosotros a eliminar el ruido del mundo y quedaros solo con la música:

He visto el primer episodio de la serie documental “ETA, el final del silencio” de Jon Sistiaga que está emitiendo #O y que os recomiendo a todos, porque, al menos el primer capítulo, titulado Zubiak (Puentes), es una clase magistral de cordura, espero que contagiosa. Maixabel habla y te rompe los esquemas, aprendes y sientes que te ayuda a ser mejor persona, en estos días de fuego, acero y asfalto derretido.

He leído un ensayo breve pero contundente, “Mujeres y poder” de Mary Beard, y me he reconciliado con el feminismo que admiraba de joven y del que algunos exhibicionismos estúpidos me habían alejado.

He comido galletas con crema de jarabe de arce, unas de mis preferidas y ahora tengo un azucarero blanco al que sé que curaré cuando enferme, como a mis pobres y sabias tazas de café.

Me he atrevido, por fin, a leer “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” de Tatiana Tibuleac y me ha encantado, aunque no sé si me atreveré también a escribir una reseña, porque es una novela que se lee y se vive hacia dentro y que dudo guste a todo el mundo, porque me sorprende incluso que me haya gustado a mí, con ese argumento tan duro que solo puede haber surgido de un dolor profundo. Espléndidamente escrita y sospecho que muy bien traducida por Marian Ochoa de Eribe, me ha hecho reflexionar sobre el rencor con el que se inicia el camino de la reconciliación y el perdón. Solo enfrentándonos a la verdad sin edulcorantes, podemos transmutar el odio en amor. También de Tibuleac he aprendido.

Han vuelto a mi vida el blanco y el negro que nunca debieron irse. Plata, jade negro, oros, hilos. Barcelona y Canadá. Amor y amistad. Pasado y presente que será futuro. Y ya puede decirse oficialmente que he caído en las redes de Corea y sus esencias; una excusa como otra cualquiera para dedicarme un tiempo ante el espejo, para verme por mí misma y dejar atrás definitivamente los vestigios de mi imagen reflejada en la mirada de otros que todavía quedan, pocos ya a estas alturas.

Y en esas estaba cuando, empeñada en eliminar el ruido exterior, empecé a oír otro, muy ligero, apenas el murmullo de una música de fondo… el de mi propia vida, que ahora es otra sin dejar de ser la misma. O eso parece ¡yo qué sé!