Café con libros. F.C. (2012)
Easy living. Peggy Lee

A Irene.

¿Y si nos vamos anticipando
de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza?
Fragmento de «Mucho más allá» de Alejandra Pizarnik

De repente esta mañana me he dado cuenta de que no recuerdo la lluvia y hace tiempo que no veo las calles mojadas, será que el agua prefiere la primavera, del mismo modo que a mí me gusta el sol de invierno, ligero como una sombra, con esa luz blanca que obliga a entrecerrar los párpados y les da sentido. No sé porqué, a ese sol que apenas rompe el frío, siempre me apetece acompañarlo del silencio oyente que me sirve para escuchar a otro, sobre todo a alguno de esos amigos que callan con casi todos menos conmigo y a los que quiero, aunque en ocasiones (pocas) olviden que yo también necesito contar historias en voz alta.
Pienso en que no recuerdo la lluvia y en lo mucho que me gusta pasear cuando cae sobre la ciudad sin hacer ruido, como si fuese un fino velo tejido con agua. Camino soñando que bailo y bajo la cabeza, para que nadie vea como se me escapan las sonrisas. La vida es más sencilla cuando la alegría fluye sin razones ni motivos, o lo que es lo mismo: sin nada que pueda luego volverse en nuestra contra y hacerla desaparecer. Los porqués sitúan a veces sentimientos y personas en lugares inciertos, en estancias sin ventanas, donde no corre el aire y todo lo que allí hay desfallece y acaba envuelto en una especie de tristeza rancia, con olor a naftalina. Mucho mejor la emoción que surge de ese centro desconocido nuestro, donde nadie ha sabido nunca lo que habita.
No recuerdo la lluvia y la anticipo, imaginándola, de sonrisa en sonrisa (y leo a Pizarnik), hasta la última esperanza.
………..
Estaba cansada cuando llegué al bar. También un poco melancólica, como cuando pierdes algo que solo para ti era valioso y renuncias a quejarte ¡quién va a entender que sientas no tener eso!
Era un bar con la carta repleta de zumos y comida saludable y yo, que arrastraba otras decepciones, recordé de pronto los churritos que había visto en el mostrador de la cafetería de Atocha y a los que había renunciado por llegar pronto a mi destino, en un intento fallido de evitar la larga cola para coger un taxi que se veía tras el cristal que separa la estación de la ciudad. Me hubiese gustado compensar eso con un bocadillo de calamares que me dejara imaginar que era otra vez, por un instante, la prima de Barcelona a la que la pandilla le enseñaba la ciudad. El paseo de Rosales, el templo de Debod, el Prado, las barcas del Retiro… El asfalto de Carabanchel derretido bajo el sol del agosto madrileño.
Como veis, estaba cansada y un poco melancólica, pero eso no me impidió reconocer su sonrisa cuando apareció por la puerta. Ni empezar a quererla en ese preciso instante.
Luego llegaron los demás, esos a los que apreté en un abrazo cargado de risas y llanto antiguos, de noches en blanco compartiendo dudas de amor o desamor, de pequeñas manzanas recubiertas de azúcar, rojo como la sangre que nos une. Llegaron, como digo, y (nos) disfrutamos como siempre, porque entre tanta vida, hemos conseguido conservar, incólume, ese hilo de oro que nos unió entonces. Los Cañas somos tozudos ¡qué le vamos a hacer!
Era hora de regresar y me acompañó a la estación. Pasamos casi corriendo junto al Bosque del Recuerdo, mientras me hablaba de su vida como se hace con quien pertenece a ella desde siempre. Me regaló, así, sin más, los veinte años que no me ha costado ganar su confianza y su cariño. Y me los dio sin parpadear, como solo saben hacer aquellos que tienen mucho que ofrecer.
Gracias, Irene.

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