Sarrià
El viento hizo un esfuerzo, pero fracasó, y una sombra parecida a un murciélago se hundió hacia el jardín de la terraza de enfrente

La campana de cristal, Silvia Plath

Sin vergüenza no hay culpa. Eso es algo que he aprendido con el paso de los años, una precede a la otra invariablemente, nadie se siente culpable de algo sin sentirse antes avergonzado de ello. De ahí el que los sinvergüenzas suelan ser personas felices. Sin embargo, los que nos andamos preguntando una y otra vez si lo que hicimos estuvo a la altura de los principios que nos inculcaron en nuestra infancia, solo disfrutamos de la felicidad a ratos.

Pienso mucho en mi infancia estos días, tal vez porque es el territorio que revisitas cuando muere uno de tus padres, con la esperanza de que revivir la alegría que compartisteis juntos antaño, te compense por la pena que sufres ahora en soledad; porque así es como te sientes tras las pérdidas, por más rodeado de gente que estés y por más apoyo que te ofrezcan los que permanecen a tu lado (que no son muchos, la tristeza da miedo, tal vez porque mirando a través de ella se descubre la verdad del amor).

La muerte de un ser querido nos obliga a tomar consciencia de la soledad primigenia que nos habita. Pero no solo hace eso, también resitúa los problemas y, no puede ser de otra manera, los minimiza, porque frente a la muerte todo se torna poca cosa. También nos recuerda que la vida hay que disfrutarla con los que amamos –y nos aman, a ser posible-. Y eso es bueno, porque nos ayuda a situarnos en una dulce tesitura, que nos permite soltar lastre y seguir nuestro camino, sin sentir vergüenza alguna.

Y sin vergüenza, claro está, no hay culpa.