Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y pena,
así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y, pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla..Antonio Machado
Hizo todo lo que hubiese hecho cualquier otro día al levantarse, nada fue distinto al día anterior, ni al día anterior del anterior, excepto porque se vistió de negro de pies a cabeza. No fue una de esas cosas que se hacen por tradición, ni siquiera por respeto, sino más bien un acto de abandono, de pereza, de entrega a la tristeza que ya no tenía fuerzas para combatir. Luego se limitó a dejar transcurrir las horas, contemplando, como a vista de pájaro, el discurrir de los ritos que ella misma había ayudado a organizar. Ya todo le parecía inútil, pero le regaló su tiempo como si de algo precioso se tratase, justo cuando acababa de aprender lo poco que valía.
Cuando pierdes a alguien muy próximo y muy querido, te das cuenta de que entre el “estar” y el “no estar”, un segundo y un siglo son lo mismo. Nunca más lo veré, nunca más hablaremos de lo que me preocupa a mí o de lo que le preocupa a él, nunca más haremos nada juntos. Tanto da que solo haga un minuto que expiró, los “nuncas” se acumulaban como granos de arena en uno de esos relojes que tanto me gustaban de pequeña.
Tomar consciencia de tu propia muerte te difumina en el intangible lienzo de la vida. A veces yo era esa mujer dolorosamente ajetreada. Cuando tomaba distancia me parecía verla (verme) desde ese otro lado en el que ahora está mi padre, como si lo hubiese acompañado hasta allí para dejarlo y al despedirnos yo pudiese volver a ser la de antes. Pero me di cuenta, de pronto, de que ya era otra; más desprotegida y más frágil, hasta que el tiempo me endureciese.
Tengo que admitir que no soy abnegada, ni paciente, ni resignada, y, sin embargo, lo parezco. A lo mejor se trata precisamente de eso, de no serlo para poderlo parecer, pero el caso es que funciona.
Me vestí de negro, como he dicho, y redistribuí las flores, le saqué brillo al marco de plata, intenté que los que habían venido de lejos sintiesen que el viaje había sido necesario (porque así era), revisé que no hubiesen faltas de ortografía escondidas entre las líneas del poema de Juan Ramón Jiménez con el que habíamos decidido que se le recordase, me aseguré de que la lectura elegida fuese la que a él le habría gustado (“el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”), agucé el oído y no me tranquilicé hasta que comprobé que los músicos tocaban las piezas que debían tocar (la Meditación de Thais al recibirlo, el Cant dels Ocells en la despedida) y entre esos afanes, de la nada surgían abrazos y palabras de pésame que lograban que me tambalease un poco, no demasiado, porque yo me aferraba a mi lista de tareas como un náufrago a un salvavidas.
Hacía mucho calor pero mientras esperaba a que un funcionario, sin mi pesar ni mi prisa, me devolviese la escritura del nicho, me acordé de la nieve que cae en Los Muertos de Joyce y que cubre las cosas sin conseguir alterarlas. De nada sirven la blancura, ni el frío, ni la insistente delicadeza con la que golpea la tierra. Del mismo modo, el sol de agosto lo iluminaba y lo quemaba todo a su paso, pero no ejercía ningún efecto purificador, ni reparaba el daño cauterizando la herida. Ni siquiera nos convertía en las sombras en las que a mí me hubiese gustado que nos convirtiese para que todo pareciese más razonable: despedirnos de él sin desprendernos de nuestro cuerpo, como él había hecho, sin estar pues en igualdad de condiciones, se me hacía injusto y extraño.
Nevaba sol, pero ya todo era absurdamente inútil.
¡Feliz domingo, socios!
Fotografía: Kyrienpara Shutterstock