Pachulí, mirra, rosa damascena

“Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada: allí dondequiera que encontremos esa parte de nosotros mismos de que no dispuso, que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, la mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto.”

En busca del tiempo perdido. Tomo 2. A la sombra de las muchachas en flor. Marcel Proust.

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Llevamos ya casi un año con esto y una hace lo que puede para no venirse abajo, pero hay días que se te hacen cuesta arriba, hay días en los que no basta con tener el salón ordenado, una buena novela esperando y un nocturno de Chopin sonando flojito en el ordenador… y te preguntas cómo puede ser que ya no funcione lo que ha funcionado siempre.

Luego están esos otros días de mátame camión, en los que te da por ponerte triste y entonces te pintas los labios de rojo para fregar los platos, en los que te da botes el corazón y te sientas y repites “calma, calma, calma…” y, claro, no te calmas ni de broma, días en los que te dan ganas de entablar conversación con el perchero, porque necesitas asegurarte de que nadie te lleve la contraria, con esas ganas de guerra que notas que tienes…

Nada sirve entonces, excepto coger el teléfono y tirarse una hora hablando con esa medioamiga-mediohermana que no te falla nunca, pero hablando de tonterías de las que os hacen llorar de la risa, no más asuntos serios, por favor, no más medianías en este eterno día de la marmota. Y sí, vale, eso funciona, pero no puedes hacerlo a todas horas, así es que toca esforzarse por encontrar entre el montón de cosas que te gusta hacer, algunas que puedan convertirse en otra pasión que te ayude a salir del círculo infernal de la monotonía.

Cualquier persona que me conozca un poco sabe que me encanta todo lo que tenga que ver con la lectura y la escritura, y ahí incluyo desde una buena novela hasta la manta cálida y ligera que tengo siempre junto a la butaca donde suelo sentarme a leer.

Sin embargo, solo los que me conocen bien saben que también adoro el perfume, así, en singular, como idea, como motivo de estudio. No hablo de su posesión ni de su compra (aunque al final todo pase por comprar algo, ya sea un libro, una estilográfica, o una botellita encantada), sino de qué notas aromáticas lo componen y qué me sugieren a mí. Por eso, estos días me ha dado por ponerme a husmear, en el sentido literal de la palabra. Creo que ha llegado el momento de cuestionar viejas creencias y orquestar nuevos rituales.

Tras todos estos meses de obligado ensimismamiento, algo he aprendido de las necesidades de quien soy ahora y me da que la mirra sustituirá al iris y volverán las rosas de Damasco a iluminar una vida que ya no quiere más nostalgia. La perfumería casi artesanal, la que no se anuncia, la que te elige en vez de esperar ser la elegida, esa no puede abandonarse una vez caes en sus redes.

Y así ando estos días, probando perfumes, imaginando que doy un paseo al atardecer por Barcelona, que oigo un batir de alas en el corazón de Roma, junto a la Fontana dei quattro fiumi, soñando que me baño en la playa de Pego y buscando el olor de aquel mercadillo ingenuamente hippie que vistió de azul tinta y teja quemada mis dieciséis años, en una expedición que me llevó no a esas tardes ociosas de verano curioseando camisas de algodón con mis amigas, sino a otras muy distintas, sentada en un banco del jardín que rodea Villa Cecilia, sola, oliendo a tierra y árboles recién regados, con un montón de hojas de apuntes como excusa… una no siempre llega al lugar al que se dirige y eso forma parte de la aventura.

No es verdad que no existan los viajes en el tiempo, basta con destapar un frasco, cerrar los ojos y aspirar muy lentamente, para que el olor de la felicidad no nos embote los sentidos, sino que los despierte, porque la dicha o es consciente y serena o, simplemente, no es.