El agua se aprende por la sed;
la tierra, por los océanos atravesados;
el éxtasis, por la agonía.
La paz se revela por las batallas;
el amor, por el recuerdo de los que se fueron;
los pájaros, por la nieve.El viento comenzó a mecer la hierba, Emily Dickinson
Hay personas que están en tu vida como esos clavos que sobresalen de la tarima y que una sabe que debería arrancar porque, más tarde o más temprano, acabarán oxidándose y entonces, y solo entonces, se tropezará una con ellos –por supuesto, con el pie descalzo- y deberá salir corriendo a vacunarse del tétanos, porque ¿quién recuerda si sigue vigente esa vacuna cuando la necesita? Sin embargo, dejamos a esas personas ahí, por pereza –las batallas cansan- o porque creemos que su poder sobre nosotros está, cómo lo diría… desactivado. Como es de suponer, la mayoría de las veces acabamos arrepintiéndonos de no haber arrancado el clavo la primera vez que lo vimos asomar entre la madera, pero esa es otra historia.
Yo de lo que quiero hablar hoy es de otras gentes, más difíciles de encontrar, que son capaces de depositar sobre nosotros miradas atentas, respetuosas, cristalinas, frágiles, protectoras y cálidas. Miradas que suavizan nuestras aristas y nos mejoran. Miradas perfumadas.
Como la de J. que me dijo esta semana que estaba orgulloso de cómo me ha visto despedirme de mi padre, aunque tal vez lo dijo porque me vio llegar descompuesta el jueves, tras entregar los últimos papeles necesarios para que la maquinaria legal siga adelante. Yo ya sabía que cabía la posibilidad de que al acabar el trabajo, casi detectivesco, de reunir todo lo que la administración solicita para reordenar la legalidad de los que se quedan cuando alguien fallece, me derrumbase. Así fue y volví disimulando el llanto en el autobús, con las gafas de sol puestas ya anochecido, notando como los otros pasajeros apartaban respetuosamente la mirada al ver en el estado en que me encontraba.
Como alguien con quien coincidí el viernes en el hospital y que me dijo que sentía que ya no estuviese donde podría ayudarla, porque según ella yo era un ángel y, cuando repliqué no me hizo caso y me dijo “es normal, usted no lo sabe, porque los ángeles nunca saben que lo son” y se quedó tan tranquila después de decirlo, supongo que por la misma razón que me dio hace meses cuando, después de soltar unos improperios contra alguien que ya no está y de que su marido y yo intentáramos acallarla, nos miró a los dos y nos soltó otra frase antológica: “los locos podemos decir lo que nos dé la gana, es casi la única ventaja que tiene estar como una cabra”. Como yo siempre he sentido una querencia especial hacia las personas que no encajan, que desentonan, que intentando disimular la inconveniencia de estar en un determinado “aquí y ahora”, llaman la atención, esa mujer me cae bien.
Como la de la panadera de la calle de las mimosas, que me pregunta cómo estoy siempre que paso a comprar el pan de cereales que me gusta y sigue regalándole a mi madre fartons para el desayuno mientras le recuerda que se tiene que cuidar, que a él no le gustaría ver que se ha quedado tan delgada.
Como tantas que no sé o no recuerdo ahora.
Y es que los buenos siempre son más, aunque suelan ser más silenciosos.
¡Feliz domingo, socios!
P.D. La fotografía la saqué el domingo pasado, camino del Ateneo del pueblo donde vivo, al que me dirigía para ver «La cena de los idiotas». Me parece que esta cámara va a conseguir que me enamore de la fotografía, que ya va siendo hora.
Es difícil no reconocerse en la tristeza, y en la esperanza, que rezuma tu post. Es la vida, nos encontramos con clavos oxidados pero a veces también podemos ser esos clavos, aún sin pretenderlo. Igual que también podemos ser esos seres anónimos que regalamos alguna palabra sanadora como la que a veces, desinteresadamente, nos regalan. Yo ya prefiero concentrarme en lo que puedo hacer y dedicar el mínimo tiempo posible al resto.
Con todo, fíjate que lo que me ha resultado especialmente duro es la realidad que se desprende de estas palabras: “reunir todo lo que la administración solicita para reordenar la legalidad de los que se quedan cuando alguien fallece”. Reorganizar la realidad de los que se quedan… sin palabras.
Un abrazo!
Tú lo has dicho, Isabel, no hay palabras, y si las hay yo no las sé. Que un ser querido se convierta en una ausencia cotidiana es duro. Afortunadamente, el amor ayuda.
Gracias por pasarte por este blog que tan poco he visitado últimamente (menos mal que estaba Enrique para cuidarlo en mi ausencia), pero al que he vuelto con ganas.
Un abrazo fuerte.