Una primavera vacilante. E. A. (2011)
Like a Fool. Shelby Lynne


A Francisca
Y a todos los que, al mirarme, me convierten en mejor persona


“Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad.”
Mario Vargas Llosa
Este mes no he participado en la lectura conjunta que hacemos en la Sociedad Literaria por una razón fundamental: hace mucho tiempo intenté leer un libro de Vila-Matas y no me conmovió. No he vuelto a abrir un libro suyo… ¡hay tanto por leer!
Pero esta entrada de David, es para mí mucho más atractiva que el texto que la inspira y he sentido que deseaba hablar de eso en este espacio, para no invadir ese otro, en el que es justo que sean protagonistas los amantes del escritor (que son muchos y armados de razones poderosas, no tengo la menor duda); pero ya veis, soy persona de gustos extraños. Quizás no haya que hacerme mucho caso…
Reflexiona David sobre los motivos que nos llevan a escribir y en los que se fundamenta el germen de todo escrito. Y habla de nuestra hipotética y futura obra literaria. Creo, como él, que hay cierto tipo de lector que está destinado a escribir sus propias historias. No me refiero a que un buen lector sea necesariamente un buen escritor, si no a que la mayoría de las veces, ese es el mejor medio que conocemos para expresarnos y necesitamos poner, negro sobre blanco, lo que sentimos, para exorcizar nuestros fantasmas personales.
¿Escribir ficción? Personalmente no creo que pase nunca del cuento corto. Conozco lo limitado de mi capacidad para crear argumentos. También, como lectora, exijo del autor una buena excusa para todo lo que supere las 300 páginas. En la búsqueda del adjetivo o el verbo adecuado, se economizan palabras: generalmente con uno basta para describir cualquier cosa, pero hay que pasar una tarde, un día entero, revolviendo en el lenguaje hasta dar con él y probablemente esa manía mía de anclar con palabras precisas la incertidumbre vital, a muchos les parezca una pérdida de tiempo.
Durante algunos años, dediqué a la cerámica buena parte de mi tiempo libre. Iba al taller, religiosamente, cada semana, pero jamás me acerqué a un torno. Necesitaba moldear sin saber en lo que acabaría convirtiéndose aquel trozo de barro, postergando esa decisión al máximo, soñando con que las manos me guiasen. Me gustaba crear pequeñas esculturas y, al principio, recuerdo que evitaba lijarlas… hasta que comprendí que sólo así obtenía lo que deseaba y que era la única manera de conseguir un objeto límpido, sin imperfecciones al tacto y sin fisuras que lo quebrasen al someterlo a las altas temperaturas del horno. Lijar me ayudaba a encontrar lo que buscaba, a la vez que protegía el resultado. Escribo igual. El detonante siempre es una emoción y dejo que se desparrame por el texto a sus anchas, no me esfuerzo en controlarla, me siento a salvo escribiendo y me retuerzo de dolor o doy solitarios saltos de alegría, sin el menor pudor. Esa primera versión es, sin duda, la más física. Después corrijo y escojo los vocablos que me parecen más ajustados, y que no son necesariamente los que mejor reflejan aquella pasión, lejana ya, casi olvidada, que lo inició todo… a veces, el único criterio de selección es la sonoridad (extraño motivo en alguien que, de odiar algo, sería la frivolidad); también me pasa que de repente me enamoro de una palabra y necesito utilizarla… y noto que me alejo de la emoción según me acerco al sentimiento. Las palabras me conducen.
Escribir es recordar lo que viviste, sentiste, pensaste… o te contaron que otro vivió, pensó o sintió, y someter un hecho al filtro protector de la memoria es despojarlo de lo burdo, lo absurdo y lo mundano.
Pero escribir, para mí, también es mentir… y miento para poder acercarme a esa verdad, que desconocía antes de hurgar en mi interior, intentando describirla. Lo aquí escrito no siempre es rigurosamente cierto, ni siento que deba serlo, esto no es un diario adolescente. Pero la emoción que me provoca la lectura de mi propio texto, que me parece de otro cuando lo veo publicado, sí que es genuina y se ajusta al temblor que me impulsó a escribirlo.
De forma que, siguiendo algún extraño proceso, por los motivos más vanos y superficiales, buscando mejorar el ritmo del relato o entusiasmada por encadenar frases delicadamente sonoras, consigo a mi manera el propósito por el cual me acerco aquí cada domingo: compartir con vosotros una experiencia que creo valiosa. Y en mi lucha por disfrazar la verdad, acabo destapándola. De manera que a la pregunta que plantea David ¿de dónde viene la inspiración? yo contesto: de la necesidad de mejorar la vida desde fuera, aunque luego las palabras nos empujen hacia el fondo de nuestra alma, que es el centro en el que nace la escritura y en el que reside todo lo importante.
……

Y a todo esto, sigo con Chandler, disfrutando de su prosa lentamente y aprendiendo sobre ética, con esas reflexiones deliciosamente irónicas que hacía. Y cuando digo ética, me refiero a la de la escritura: «Estoy teniendo problemas para terminar el libro. Tengo suficiente papel escrito como para completarlo, pero debo hacerlo todo otra vez. Simplemente, no sabía hacia dónde iba»… y la de la vida: «Por intelectual e idealista que sea un hombre, siempre puede racionalizar su derecho a ganar dinero. Después de todo, el público tiene derecho a recibir lo que quiere. Los romanos lo sabían, y hasta ellos duraron cuatrocientos años antes de empezar a descomponerse» (1).

¡Feliz domingo, socios!

(1) Chandler, R. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos. Ed. Planeta. Barcelona, 2004. ISBN 84-95908-82-4

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