[…] La luz de la luna puede jugar malas pasadas sobre la fantasía, incluso sobre la fantasía de un soñador.[…]

Rebecca. Daphne du Maurier.

«No es complicado, lo difícil es salir de la órbita terrestre» dice mi hijo, porque él no escuchó a Neil Armstrong hablar desde el Mar de la Tranquilidad. Le cuento el día que mi padre me sentó frente al televisor y me dijo que era importante que viese a aquel hombre bajar medio flotando por la escalerilla hasta tocar la luna, porque marcaba el principio del tiempo en el que me había tocado vivir y no lo olvidaría nunca. «Si supieses el código del ordenador con el que viajaron te asustarías.» me dice mi hijo. Yo le contesto que aquellos hombres sabían el riesgo que corrían y le repito lo que la vida me ha enseñado: que sí, que la ignorancia es atrevida, pero que nunca lo es tanto como la inteligencia. «Ahora entiendo porqué te gusta tanto ver pasar la estación espacial».

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Tengo ocho años y un mapa de las constelaciones. Me tumbo boca arriba en la terraza de mis tíos, en el pueblo que me prestan los veranos y busco en el cielo los puntos que brillan sobre el papel encerado. De las ventanas de algunas casas se escapa la tenue luz de un televisor encendido, que no me impide ver las estrellas, aunque no siempre las identifico. Luego bajo de puntillas para no despertar a nadie. En el pasillo está el perchero que mi tía Dolores saca cada noche de mi habitación porque la sombra de la ropa colgada me da miedo. Ya entonces era una mujer contradictoria. Temo a las sombras chinescas, pero subo la escalera empinada y oscura con decisión, sola, para ver esas estrellas lejanas y misteriosas con las que luego me gusta soñar.

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Hace mucho que no piso aquel pueblo. Mi tía y Armstrong ya han muerto. Las luces de mi presente son distintas, pero las luces del pasado siguen ahí, brillantes como esa luna que juega con nuestros recuerdos incluso si contamos -como creía Du Maurier- con la fantasía de un soñador.

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