No somos tan simples como nuestros amigos quisieran para satisfacer sus necesidades. Sin embargo, el amor es simple.
Las Olas. Virginia Woolf.

Nuestra vida contada no representa nuestra vida real, porque la primera se resume en grandes o pequeños hitos: la funesta avería de una lavadora, la liberadora nota de un examen, el extravío de un objeto que solo tiene valor para nosotros, el nacimiento de un hijo.

A la hora de explicar nuestra vida le damos importancia a unos pocos acontecimientos y el resto parece ser solo el tiempo de espera que transcurre entre dos de esos momentos que, con suerte, acabarán convertidos en anécdotas que contar a nuestros descendientes y, sin ella, serán olvidados en cuanto el sobresalto de todo logro reciente sea sustituido por la esperanza del siguiente.

La vida real, sin embargo, es ese tiempo intermedio, ese paréntesis de espera. Los minutos que transcurren entre el primer ruido extraño y la constatación de que la lavadora se ha detenido para siempre; el momento en el que el presidente del tribunal se prepara para enunciar la nota y la dice en voz alta; los segundos en los que nuestra mano revuelve el bolso en busca del llavero y nuestra mente, incrédula todavía, empieza a aceptar que lo hemos perdido; el instante entre el último dolor y la lágrima emocionada que brota tras el primer abrazo a la única persona por la que, sin titubear, seremos capaces de dar la vida.

Pasamos la mayor parte de nuestra existencia sin saber que cada segundo encierra un misterio, que cada pensamiento, cada gesto, cada palabra dicha, es tan importante como la que le precedió y como la que le seguirá. Que valen tanto la euforia del principio y el final de algo -o la decepción- como el tiempo que pasamos en barbecho, recuperándonos o almacenando energía, un poco desorientados y a la espera de que algo nos haga sentir vivos, sin saber que ya lo estamos y lo seguiremos estando mientras no perdamos la capacidad de asombro.

El tiempo es en este blog un tema recurrente, pero la semana pasada releí una carta que Virginia Woolf escribió a su marido, poco antes de ser engullida por las aguas del río Ouse. No quiero reproducir el original, me niego a tratar una nota de suicidio como si fuese una obra literaria, a pesar de que al leerla se dé la terrible paradoja de sentir el escalofrío de la tragedia y el de la genialidad, sin que uno sepa qué pesa más en su ánimo, si la pena o la admiración. Aún reconociendo que me parece un texto impresionante, el respeto me obliga a dejar aquí la maravillosa interpretación que Michael Cunningham hizo de esa carta y que refleja fielmente las reflexiones sobre la percepción del tiempo y la eterna búsqueda del sentido de la propia vida que Virginia Woolf hizo a lo largo y ancho de su obra.

«Querido Leonard: mirar la vida de frente, siempre mirar la vida de frente, y conocerla por lo que es. Finalmente, conocerla, amarla, por lo que es. Y después, guardarla. Leonard, siempre los años compartidos, siempre los años, siempre el amor, siempre las horas”