«Hacía un poco de viento; un viento ligero que bastaba para transformar en raso las hojitas nuevas de los árboles frutales y en plata el color humoso de los olivares; un viento suficiente para inclinar la hierba delgada y levantar delante del coche una polvareda que se les pegó a la boca como ceniza muy fina. Cuando ella sacó la brocha de la polvera, le volaron los polvos a los ojos.”


Evasión, Katherine Mansfield

 

Me daba miedo la niebla. Supongo que tenía algo que ver con la claustrofobia que me persigue desde niña, aunque durante aquellos viajes todavía no lo sospechara. Mi padre reducía la velocidad al mínimo. Ir en el interior de un coche que avanza lentamente, guiándose solo por unas luces difusas que se adivinan y a las que uno sabe que no debe acercarse demasiado, pero de las que no conviene alejarse tampoco, es una sensación extraña que yo vivía con temor, como si al acabar la falsa noche en la que la bruma procedente del río nos sumía, el paisaje que fuese a aparecer no tuviera porqué ser el mismo que perdimos.

Lo recuerdo aquí hoy porque la migraña es algo parecido. Te convierte en alguien del que solo tú conoces las carencias. Piensas lento, reaccionas tarde, no oyes bien ni atiendes en la escucha. Los párpados se inflaman hasta que mirar se convierte en un acto doloroso y no hay máscara capaz de ocultar un rostro vacío de pensamiento. Como las luces en la niebla, me difumino y veo el mundo desde fuera, con la absurda convicción de que nada garantiza que personas y cosas estén donde los dejé en el preciso momento en que el dolor descendió sobre mí, con la misma implacable determinación con la que cae la noche.

Pero nada es inútil y ese dolor desconcertante y desconcertado suele avisarme de que algo nuevo se acerca y ayudarme a cerrar etapas. Me obliga a replegarme en el cascarón y a olvidarme de mí y del mundo. Me recluye en un universo de almohadones, soledad y silencio, en el que solo vale soñar con cosas bellas. Se revelan entonces ante mí los pensamientos y los deseos (y las personas) que no duelen. Y a mi regreso, a veces creo que esos días turbios tienen un único porqué: recordarme lo que importa./div>

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No hace tanto, cuando alguien se extrañaba de que no me lanzase gozosa en pos de la última novedad literaria; de mi exigencia en la búsqueda de la frase perfecta, que te transporta donde el autor desea; de mi prudencia antes de adquirir un libro y de mi incapacidad para acabar una novela que no ha logrado seducirme; cuando pasaba eso, repito, la mayoría de veces me quedaba muda, sin saber qué decir, por temor a ofender al otro, o a parecer pedante. Pero últimamente contesto: “Lee a Mansfield. Todo cambia después de leer a Mansfield.”

“Hacía un poco de viento…”dice ella y, mientras lees, tú sientes como te acaricia la frente y te retira el pelo de la cara. Porque cuando ella escribe, las cosas pasan. Y el polvo cosmético entra en los ojos y escuece, porque estás viva.

 

¡Feliz domingo, socios!