Barcelona, al fondo a la derecha

» El domingo por la mañana era un momento excelente para invadir una ciudad. Ya era casi mediodía cuando la imaginación de Bunny empezó a flaquear. Entonces, de manera muy repentina, la escena cambió. Las murallas, puertas, tejados, barricadas rotas y torres caídas se aparecieron en su sencilla y desnuda realidad: dos vasos plegables, una regla, una piedra cuadrada, cartón, papel marrón, tres lápices y un carrete lleno de muescas. A partir de ahí fue imposible seguir fingiendo que sus soldados de plomo se gritaban unos a otros mientras defendían un pueblo belga. »

Vinieron como golondrinas. William Maxwell

Barcelona cada día es más bonita. Lo que pasa es que cuanto más bonita se vuelve, menos Barcelona me parece.

Últimamente, me da la sensación de que la ciudad ya no piensa en lo que necesitan sus habitantes, sino en lo que esperan encontrar en ella los turistas. Cada día se expande un poco más la vulgaridad de esas cadenas de tiendas que todo lo pueden, y se destruye la singularidad de los comercios que lograban que esta ciudad, en realidad pequeña, pareciese una gran urbe.

Yo sé que hay personas (a algunas las quiero mucho), que se enfadan cuando digo esto, pero bonito y bello son conceptos diferentes y en la mayoría de ocasiones contrapuestos. La belleza tiene mucho que ver con la esencia, la razón de ser, las emociones… Ni es efímera, ni existe sin la vida.

Con lo bonito, sin embargo, hay que andar con cuidado, porque, a la que te descuidas, se convierte, como por arte de magia, en un simple decorado.


 

Hace años, todavía joven, para llegar a mi despacho tenía que pasar por delante de la sala de espera del Servicio de Urgencias. Cuando apareces por allí antes de que amanezca, sabes que la persona que llora sentada en el poyete de cualquiera de sus puertas, lo más probable es que tenga sobradas razones para hacerlo.

Yo pensaba entonces (y ahora también, pero menos, porque los años te enseñan que los nuncas y los siempres, en realidad no existen) que la mayoría de la gente de mi edad no había visto jamás, a nadie, llorar por cosas importantes.

Un día alguien me preguntó qué consideraba yo que era un motivo suficiente como para justificar el llanto y, después de mucho pensar, al parecer le contesté que «un dolor producido por una herida que la felicidad no fuera capaz de curar».

No es que yo tenga memoria de elefante, es que la persona con la que mantuve la conversación sí parece tenerla y esta semana me lo ha recordado. «A veces pienso en lo que me dijiste sobre las heridas que la felicidad no cura» me soltó mientras tomábamos los postres. «Tú ni caso -alegué en mi defensa-, eso debió ser una boutade de las mías, ya me conoces».

Le dije eso porque no quise añadir tristeza a su miedo de estos días, pero en realidad sí creo que existen esos motivos. También me parece que tienen que ver más con la enfermedad que con la muerte. Y más con lo que queda por vivir, que con lo ya vivido.

¡Feliz domingo, socios!

 

FRANCESCA. Escribo. Leo. Horneo. Siembro.