Ser surrealista significa borrar de tu mente cualquier recuerdo de lo que has visto, y estar siempre buscando lo que no has visto nunca.
René Magritte.
Sueño que una mañana cualquiera de mediados de mayo, la ciudad me despide. Subo al autobús de línea. Las lágrimas que resbalan por mis mejillas, quemándolas, me cogen por sorpresa; sé que la maleta está casi vacía y, sin embargo, pesa tanto que casi no soy capaz de sostenerla, sospecho que la culpa la tienen los recuerdos amontonados durante los últimos años. La añoranza que empiezo a sentir, antes de haberme ido siquiera. El dolor que provocará mi partida, a pesar de todo.
El rumor de las conversaciones del autobús es, como la lluvia, capaz de arrullar mi primera siesta de viajera que regresa. Hemos salido de la ciudad, empieza a amanecer y veo los campos brillantes por la humedad. Siento que la primavera estalla ante mis ojos cuando el autobús bordea un campo de amapolas .
La carretera es una alfombra gris por la que avanzamos raudos, dejando atrás noches de charlatana vigilia, paseos vespertinos, desayunos de bar esquinero, libros y más libros con las esquinas de las hojas dobladas a modo de punto y seguido, discusiones enredadas en toquillas junto al fuego. Esa curiosa sensación de que el invierno sin relojes no se acabará nunca.
Cuando llego al aeropuerto, todo se vuelve impúdicamente higiénico. Puro anonimato. De repente es como si me hubiese vuelto un bulto que estorba, una incómoda maleta más. Mientras vuelo me imagino suspendida en el aire como los hombres de la Golconda.
Aterrizo y suena el despertador ¿o es al revés?
Amanece otro día. Otro misterio. Lo nunca visto.
¡Feliz domingo, socios!
Fotografía: E.A.