Se puede haber vivido durante toda la vida de una manera gris, contemplando la tierra y los árboles oscuros y sombríos. Los acontecimientos, incluso los más importantes, se han deslizado inexpresivos y pálidos. Y de repente, surge la gloria; y entonces se encuentra dulce el canto de los grillos, y el perfume de la tierra se alza como una canción hasta el olfato, y la luz que forma motas bajo un árbol es una bendición para los ojos. Entonces, el hombre abre su corazón, pero no por ello se siente inferior. Y me atrevería a afirmar que la importancia de un hombre en el mundo puede medirse por la calidad y el número de sus momentos de gloria. Es un hecho aislado, pero que nos une al mundo. Es la fuente de toda creación, y lo que nos diferencia de los demás.
Al este del Edén. John Steinbeck.

Empecé el año escribiendo (y tosiendo, pero esa es otra historia que insiste en repetirse) tal y como me había propuesto. Estaba yo pensando sobre si decir aquí o no mi segundo propósito para 2018 cuando recibí un mensaje que contenía una especie de reto -que es lo que son siempre las preguntas inteligentes- obligándome a reflexionar sobre las razones por las que escribo. “Las de verdad, si es que se pueden confesar en público”, aclaraba el remitente.

La primera vez que escribí un texto con una estructura que iba más allá de una redacción, tuvo lugar en plena adolescencia, cuando mi principal ocupación intelectual era, por decirlo de alguna forma, idéntica a la del resto de mis compañeros de clase y edad: destruir el imaginario de la sociedad que me precedía, sus costumbres y sus mantras. Ahora creo que fue una especie de intuición superviviente la que me llevó a refugiarme en la escritura, que es pura construcción. Todas las formas de arte lo son, aunque ninguna –excepto, tal vez el cine- con tanta claridad. La escritura nos salva de nuestros fantasmas porque nos permite diseñar un mundo a nuestra medida, una utopía frente a la angustiante distopía a la que se enfrenta todo adolescente. Poder decidir cuanto nos rodea-si habrá amor, alegría, sexo o lluvia- cuando uno empieza a descubrir que tiene ante sí un futuro en el que su opinión contará poco, es muy importante. Y en eso tenemos razón, serán escasas las ocasiones en las que lo que nos ocurra dependa de nosotros, a menos que uno sea muy valiente, pero la valentía es algo que nadie sabe si tiene hasta que la necesita (aunque esa también es otra historia). Resumiendo: la primera razón para escribir es construir mi propio refugio.

Para mí el año empieza un poco más tarde que para el resto del mundo. Yo no me como las uvas, yo soplo las velas del pastel -que tantos rituales juntos no pueden ser buenos y prefiero centrarme en uno solo-. Hasta hace poco cumplir años no me parecía algo digno de celebración, pero ahora lo considero un privilegio, una vez que nos han dado la vida, tenemos que cuidarla e intentar, con un poco de suerte, disfrutarla sin salir demasiado maltrechos del intento. Escribir es una forma de supervivencia, no en el sentido de evitar morir, sino el de vivir más. Mientras escribes ficción no solo eres el escritor que disfruta inventando historias frente a la libreta o el teclado, también eres cada uno de tus personajes y vives su inventada vida, casi con la misma intensidad que la tuya. Esa es otra de las razones por las que escribo: vivir más de una vida.

Pero la auténtica, la que no debería confesar en público -y aún así lo hago, porque debe quedar en mí algo del espíritu destructor adolescente-, es que me da miedo que si no escribo, el presente me devore y pierda la memoria y con ella la perspectiva que me permite observar la realidad sin caer en sus trampas engañosas -aunque Sebald dejó dicho que los que no tienen memoria tienen más posibilidades de ser felices y no le quito la razón-. Si dejo de escribir durante más de una semana, me pongo nerviosa, siento que no estoy haciendo lo que debería, que dejo de tomar la medicina que me permite sobrevivir a las malas noticias que me dan los amigos, los familiares, la prensa o incluso el clima, que se ha rebelado y parece ir a su aire, sin hacer caso de las estaciones. La escritura es el antídoto contra esa pequeña dosis de veneno que nos inocula la vida cada día y que precisamente porque nos parece inofensivo, dejamos que se apodere de nosotros lenta e implacablemente.

Escribo para calmar mi impaciencia ante la vida. Y, por si sentís curiosidad, que quede claro que leo por lo mismo.

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El próximo 2 de febrero, estaremos en la Librería Diego Marín de Murcia (c/Merced, 9) presentando «Después del diluvio». Mucha ilusión y mucha responsabilidad. Hablaremos de Julia, de Manuel, de Pablo, de Mónica, de Carlos y del mundo que Enrique y yo hemos construido para ellos. También de todo lo bueno que nos han dado… que no ha sido poco.

Queda pendiente, por supuesto, que hablemos de mi segundo propósito para este año que ahora empieza, pero de eso habrá tiempo. Casi, casi, 365 días…