El señor Gray, doblando la larga montura como si fuera una delicada pieza de óptica, un calibrador, pongamos, un gran compás de madera, se sentó en la vieja butaca que había junto a la estufa. Esa butaca, su butaca, estaba tapizada de una tela gastada y deshilachada que parecía pelo de ratón, y se la veía aún más agotada que su ocupante, hundido en las profundidades de su asiento e inclinándose como ebrio hacia un rincón, donde faltaba una ruedecilla. La señora Gray le llevó el vaso de whisky de la mesa y de nuevo se lo puso en la mano, ahora con más ternura, y de nuevo él le dio las gracias con su dolorosa sonrisa de enfermo. A continuación ella retrocedió, las manos entrelazadas bajo el pecho, y lo contempló con un aire impotente y preocupado. Así parecían ser siempre las cosas entre ellos, él al final de algún recurso vital que sólo con el mayor esfuerzo era capaz de reponer, y ella siempre dispuesta a ayudarle, pero sin saber cómo.
¿Dónde está Billy? Le he perdido la pista. ¿Cómo —vuelvo a preguntar—, cómo no se dio cuenta de lo que había entre su madre y yo? ¿Cómo es posible que nadie lo viera? Pero la respuesta es sencilla. Vieron lo que esperaban ver, y no vieron lo que no esperaban. De todos modos, ¿de qué me admiro? Estoy seguro de que yo no era más perspicaz que ellos. Esa clase de miopía es endémica.
Antigua luz. John Banville.

El año nuevo siempre me pilla desprevenida, como si la Navidad fuesen fechas aleatorias que se introdujesen en un bombo y cada año tocase celebrarla un mes diferente. Y no, esos días permanecen inalterables en el calendario y, sin embargo, nunca me encuentran preparada… excepto este diciembre. No me digas, diréis vosotros. Comprendo vuestro escepticismo, ¿por qué iba a querer nadie planificar una época que cada vez le gusta menos? ¡pues por eso precisamente, para que no me ataque a traición!

Cumplo los años al poco de sonar las campanadas y aunque hace tiempo que traspasé esa frontera en la que las probabilidades de vivir más de lo ya vivido son escasas, no fui consciente de ello hasta hace unos días. No me digas, volveréis a decir, los que no me conozcáis, y no sepáis nada de mi desordenada vida. Pues sí. Me he dado cuenta de la velocidad a la que me alejo del fiel de la balanza y justamente por ese motivo quiero que mis propósitos para 2018 sean más reflexivos y más factibles, para que no se queden en un pensamiento, en un deseo y adquieran -como ya ha pasado en alguna afortunada ocasión- el rango de movimiento, de acción.

Todos tenemos una historia que contar –algunos tienen varias, pero son los menos-. Una historia que no contamos, la mayoría de las veces, por puro desconocimiento. Yo necesito descubrir la mía, entresacar lo bueno de entre el montón de cosas intrascendentes que me rodean. No se me ocurre otra forma de hacerlo que detenerme, no ralentizar el ritmo, no, ¡pararme del todo, sentarse, apagar el móvil, salir del ordenador, coger un papel y ponerme a escribir hasta que la encuentre!

Primer propósito para el próximo año: escribir cada día, a mano, en una libreta a la que se irán añadiendo otras, lo que voy aprendiendo. No el zumo resultante de triturar lo que me ha pasado ese día y pasarlo luego por el chino, eso no, ¡nada de medias aritméticas! Escribir solo sobre lo que queda de auténtico tras lo evidente, sobre lo bueno que se esconde tras lo peor, sobre lo que emociona aun sin ser emocionante, sobre lo que querría saber de mí si algún día la vida -Dios no lo quiera- me sitúa ante las puertas del olvido.

La vida cotidiana nos envuelve, como lo hace el azul profundo y transparente del cielo nocturno y el que suceda cada día y cada noche no debería restarle importancia.

En un año como el que acabará este mes, en el que hemos publicado nuestra inevitable primera novela -alguien dijo que todas las primeras novelas lo son-, el propósito que encabece mi particular lista no puede ser otro que seguir escribiendo, más, mucho más, hasta reunir el valor indispensable para escribir la segunda.

La voluntad ya la tengo, que no es poco.