Golden Temple

[…]la primavera es como un espejo pero el mío tiene una esquina rota, era inevitable no iba a conservarse enterito después de este quinquenio más bien nutrido, pero aún con una esquina rota el espejo sirve, la primavera sirve.

Primavera con una esquina rota. Mario Benedetti.

La semana pasada hice novillos, preparando un trabajo que va a ocupar buena parte de mis fines de semana primaverales, pero me he propuesto no faltar más a mi cita, al fin y al cabo, si la dejamos, la pereza siempre encuentra una buena excusa. Lo mejor es sentarse frente al ordenador y no darle la oportunidad de justificarse.

Estos días hace mucho viento en Barcelona. Así empiezan todas las primaveras, pero solo yo parezco acordarme. El aire huracanado arrastrará las nubes hasta depositarlas sobre la ciudad, lloverá mucho durante pocos días y de repente, un mediodía, al salir del trabajo, nos desesperaremos al sentir el sudor pegajoso bajo el abrigo y llegaremos a casa jurando no volver a utilizarlo hasta el próximo invierno. O tal vez no. Quizás este año sea yo la sorprendida y el calor llegue poco a poco, sirviendo a la vida, como decía Neruda, y como él, yo me crea viable, animosa, viviente. Así sospecho que se siente ma soeur Thérèse, que me envió la foto del Golden Temple en un descanso de su viaje iniciático a India, Nepal y Bhutan. «Cualquier cosa antes de dejarse vencer por la rutina» que dijo Benedetti en su preciosa e imperfecta primavera.

En mi caso se acercan fines de semana plagados de mañanas de recorridos por la ciudad, con la nueva cámara en ristre, haciendo los deberes fotográficos de un curso que empezaré pronto -sí, otro, lo sé, tengo que ponerle freno a esto-, y tardes de trabajo duro pero divertido, por el asunto y por la compañía. Y porque sarna con gusto no pica.

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Cuando entro en una librería me ocurre una cosa curiosa: pierdo la capacidad de distinguir entre un capricho aislado y un derroche. Es una especie de adicción que me hace caer en la tentación una y otra vez, sin que haya remedio -lo sé porque nunca me arrepiento de los libros que compro, ni siquiera cuando una novela se me resiste tanto que la abandono al poco de empezar a leerla- . Sin embargo, a veces noto que debo recobrar el rumbo perdido tras varias lecturas insípidas y entonces regreso a mi vieja costumbre de leer solo a mis amados autores muertos, cada vez más alejados de mi tiempo.

Como Shakespeare que bebió de la fuente de los clásicos griegos y lo dejó todo dicho en sus obras, plagadas de personajes arquetípicos; no hay novela en la que no aparezca uno de ellos, ni existe situación que tras leerlos sea inexplicable. Como Calderón. Como Cervantes, al que han encontrado en Madrid y del que Barcelona parece renegar.

Pero, por encima de todos ellos, en mi caso, están los trágicos griegos. El teatro leído en voz alta e impostada. Y luego la poesía, Góngora mejor que cualquier otro.

Dicen que los adultos leemos para revivir al niño lector que fuimos, como si los libros fuesen el viento capaz de arrastrarnos hasta nuestra infancia.

Rebusco en las estanterías los libros más viejos, los que tienen anotaciones en los márgenes, los de las esquinas rotas, como la primavera de Benedetti, porque como ella son los únicos que me sirven ahora. Y es que, a esa, a la primavera, hay que esperarla bien pertrechada, porque, creedme, es una lianta.

¡Feliz domingo, socios!