Si el sueño fuera (como dicen) una tregua, un puro reposo de la mente, ¿por qué si te despiertan bruscamente, sientes que te han robado una fortuna?

El sueño, Jorge Luis Borges

♫ All the things you are

 

Es paradójico que las semanas en las que me pasan más cosas, sean justo aquellas en las que más me cuesta luego encontrar un tema para escribir. El exceso de acción, en mi caso, parece bloquear la capacidad sensible. Por eso ayer, cuando alguien me corroboró que este verano ha asociado mi recuerdo a plácidos momentos en los que nada ocurría, de repente ese hecho, que al principio me irritó, se convirtió en algo importante.

Nunca he sido de esas personas que le preguntan al otro, de repente, “¿en qué estás pensando?” (ni he soportado que me lo pregunten ¡es tan íntimo eso, tan secreto!) y sin embargo… ¿qué momento, qué persona, qué temor, qué deseo, acude a nosotros en esos instantes de calma profunda, cuando nos tumbamos sobre un manto de hierba dejando las pupilas vagar entre las nubes, o nos abrazamos las rodillas, sentados frente al mar, y nuestra sangre parece seguir el ritmo del oleaje?

Me pregunto también (ya puestos) si ese “acude a nosotros” es la forma correcta de contar lo que realmente sucede, si no sería mejor preguntarnos en qué o en quién nos refugiamos cuando queremos resguardar esa paz que, sin avisar, nos invade de repente y que, al menos en mi caso, va siempre acompañada de algún sonido de la naturaleza: el viento, los pájaros, las olas… ninguna voz humana, excepto las que viven en mi pensamiento. Esas que no sé muy bien si busco o si me encuentran.

Me sorprende notar que, cuando estoy sola y en silencio, pienso siempre en voces, en palabras, en personas que me ayudan a alargar la felicidad que siento, unos minutos, unos segundos más… hasta que el sol salga, o se ponga.


 

Tengo una cadenita que azota la ventana del estudio y, como me gusta escribir de madrugada, resuena en el silencio de la noche como si fuese el badajo de una gran campana y no el hilo plateado que pende de una simple persiana de madera.

Me gusta escucharla, porque me acompaña en la lectura del fin de semana o mientras escribo este blog y, de algún modo, me recuerda que está amaneciendo un nuevo día y sigo aquí. También porque me obliga a levantarme y mirar tras los cristales.

Desde mi casa se ve el mar. No sé si podría vivir en una ciudad lejos de la costa. No me entendáis mal, no suelo ir a la playa en verano, ni tengo un velero desde el que ver la puesta de sol o escuchar cantar habaneras… en realidad, casi nunca me acerco a la orilla. Pero necesito saber que está ahí, ofreciéndome la posibilidad de alcanzar un horizonte que, desde mi ventana, parece infinito.

Suena la cadenita y me acerco a contemplar la línea azul que apenas brilla bajo la luz de un sol que hace el gesto de asomarse. Todavía no he encendido la calefacción y contraigo los hombros bajo el chal. Se me pierde la mirada y regreso a un pueblo pequeño y húmedo, me apoyo en la barandilla de piedra y me asomo a ver un río que no parece muy profundo. Un cuervo picotea algo entre las flores de una glorieta.

Estoy a cientos de quilómetros y estoy en casa, en un instante eterno. Sonrío.

¡Feliz domingo, socios!