A mi madre, con la que ya solo puedo compartir el pasado.

Son las 6 de la tarde de un día laborable. Vamos a imaginar que es invierno y en la calle ha empezado a hacer frío, aunque eso solo lo intuimos por contraste con la calidez que se desprende del interior de la estancia. Entramos en una cocina cuadrangular; a la izquierda, la pared del fondo está cubierta de todo aquello que la dota de la utilidad para la que ha sido concebida. También en ese lado, vemos una mesa rectangular de madera clara. Una niña que aún no ha cumplido los 7 años está sentada en el borde de una silla de enea, las piernas colgantes, la cabeza inclinada sobre la libreta de ejercicios. Las trenzas oscuras, le caen hacia delante, una cinta de punto, ancha, azul marino como el uniforme del colegio (escondido ahora bajo una bata de cuadritos rosas y blancos), marca el límite del flequillo que cubre completamente su frente y muere en los menudos arcos de sus cejas. Concentrada en lo que hace, aprieta con fuerza el bolígrafo y escribe en un cuaderno de espiral.

Seguimos paseando la mirada hasta encontrar a su madre, que le da la espalda a la pared situada frente a la puerta por la que hemos entrado. Es una mujer joven, guapa, menuda, vestida con una falda y un jersey oscuros, sobre los que el delantal impoluto, color lavanda, parece un adorno. Lleva, como siempre, tacones; también unos pendientes que fascinan a la niña. El pelo castaño claro, recogido en uno de esos moños que Grace y Audrey han puesto de moda, le da un cierto aire altivo. “¡Qué guapa es tu madre!” dicen sus compañeras las pocas ocasiones en las que la viene a buscar a la salida del colegio, “qué curioso…no te pareces a ella” se le escapa, a veces, a algún adulto insensible.

La radio suena flojita, para no distraer a la pequeña de sus deberes. Por encima de la música solo se oye el frufrú con el que las sábanas responden al calor de la plancha y el sonido del papel rasgado por la aguda punta del bolígrafo. Las dos están pendientes de sus obligaciones y la estancia parece hallarse suspendida en el tiempo hasta que, de repente, la madre deja la plancha, sube el volumen de la radio y se dirige al centro de la estancia “¡Deja eso, corre, ven a bailar!”. La mira y a la niña se le ilumina el rostro, se levanta como impulsada por un resorte invisible y va hacia su madre, que le sonríe con ternura mientras la espera.

En la cocina, Sinatra logra que todo brille mientras ellas giran y ríen, como dos niñas con el corazón a punto de estallar de felicidad.

Cualquiera que las viera ahora se daría cuenta de lo mucho que van a parecerse. De lo que ya entonces –sobre todo, entonces-, mientras bailaban en la cocina, se parecían.

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Publiqué este texto en noviembre 2016, sin embargo creo que no podría escribir nada que reflejase mejor ni el carácter de mi madre, ni mi relación con ella.