Place de Vosges

Una cierta cantidad de ensueño es buena, como un narcótico, a dosis discretas. Esto adormece las fiebres algunas veces obstinadas de la inteligencia en activo, y hace nacer en el espíritu un vapor fresco que corrige los ásperos contornos del pensamiento puro, colma aquí y allá lagunas e intervalos, une los conjuntos y borra los ángulos de las ideas. Pero demasiado ensueño sumerge y ahoga.

Los miserables. Víctor Hugo.

Mi primer viaje al extranjero fue a París. Había estado varias veces en Andorra, claro, pero eso siempre me pareció fingir que se viajaba fuera, más que hacerlo de verdad; en poco cambiaba nuestra cotidianeidad, excepto en que mis padres aprovechaban para cargar el maletero de comida supuestamente francesa y comprarnos a mi hermano y a mí los famosos Lewis 501 a mitad de precio. Ir a Andorra entonces era como quedarse a las puertas del Paraíso; por eso supongo que la primera vez que me saqué el pasaporte fue para viajar a Francia. Por eso y porque una amiga tenía una tía que vivía en las afueras de París y se ofreció para dejarnos durante unos días una especie de buhardilla en la que podíamos alojarnos sin molestar a la familia, incluso creo que disponía de una entrada privada –de ellos únicamente recuerdo haberlos visto un día a la hora de la cena y solo porque fue entonces cuando me enseñaron cómo elegir y cuándo comer un buen Camembert, mi queso preferido junto con el manchego, que lo es por razones obvias-.

El caso es que fui a París en tren –o mejor debería decir trenes, porque entonces descubrí que los franceses y nosotros teníamos anchos de vía diferentes, aunque hasta que nos bajamos en la Gare de Lyon no vi que en realidad nada era igual- y volví en un coche prestado, conducido -con la inconsciencia de la juventud y la euforia que dan quince días vividos sin padres ni consejeros cerca- por dos conductores novatos, que se iban turnando y a punto estuvieron de despeñarnos cuando, casi llegando a nuestro destino, la oscuridad y el sueño acumulado se mezclaron con una carretera tan bonita como peligrosa -no queríamos llegar a Barcelona de sopetón, una parada en la playa nos permitiría aclimatarnos antes de volver a la realidad, que para tres de nosotros, no era otra que el inicio de los estudios universitarios-.

Entonces Barcelona se las daba de ser la ciudad más cosmopolita de España –y probablemente lo era- y sin embargo, recuerdo que me sentí como si mi día a día fuese en blanco y negro mientras que en París todo era en tecnicolor. Ni siquiera sabría cómo explicar ahora la emoción con la que estoy segura que vivimos todos nosotros aquellos días: el ambiente de libertad que se respiraba en la ciudad era el que acabaríamos viviendo nosotros, nuestras avenidas también estarían llenas de gente leyendo periódicos –¡e incluso libros!- en las terrazas de las cafeterías, nadie nos lanzaría una mirada de censura solo por ser jóvenes, las personas serían atentas y respetuosas y nos sentaríamos en el autobús junto a gentes de otras razas y culturas. Eso al menos creí yo. No me sorprendieron la cantidad de pequeñas librerías con las que nos tropezábamos, porque entonces en Barcelona había muchas más que ahora, ni las calles arboladas, que aquí eran mayoría en aquellos años, pero sí lo natural que resultaba para ellos lo que para nosotros era extravagante y como lo que los jóvenes –casi niños- vivíamos aquí con clandestinidad, allí se manifestaba con la obviedad de lo que es tan lógico que cae por su propio peso.

He visitado otras ciudades y he vuelto a ver París con otros ojos que ya no me han contado la misma historia, pero no soy una desmemoriada. Por eso me duele que hayan golpeado precisamente allí. Y no, no me duele más porque esté más cerca, ni porque crea que unas vidas valen más que otras, me duele más porque París, para mí, no es una ciudad, es, cómo os lo diría… es casi una metáfora.

La metáfora de una niña contemplando la vida que desea tener, como a través de un escaparate, convencida de que, algún día, la logrará.

Fotografía: Maglara para Shutterstock