Corren tiempos difíciles y, sobre todo, distintos. Ninguna generación viva ha sufrido una pandemia, todos vamos a ciegas y casi todos hemos decidido confiar en la ciencia.

Los que podemos, nos quedamos en casa, leyendo, dibujando, viendo la televisión, descansando, pero también, espero, aprendiendo nuevas formas de vivir, que contemplan la solidaridad y donde la capacidad de adaptación es un valor supremo.

Mientras tanto, la naturaleza descansa de nosotros. Cuando la gente se queda en casa, mejora la calidad del aire, mientras el ser humano enferma, la tierra se cura y nos ofrecerá lo mejor de sí misma cuando esta locura pase (que pasará, como todo). La gran pregunta es ¿estaremos entonces nosotros a la altura? Algunos, enfrentados al horror, hemos empezado a prepararnos para una sociedad que respete el planeta que nos acoge y donde el buen juicio, la solidaridad y el conocimiento, sean los valores máximos que rijan nuestros actos.

Sin duda, antes vamos a tener que llorar a nuestros muertos y estaremos obligados a tomar decisiones duras, a cambiar el rumbo, para llegar a otros puertos, más tranquilos y más justos. Habrá que reconectar con nosotros mismos. Ya sea rezando o bailando, tendremos que enfrentarnos a nuestros fantasmas, se llamen racismo, clasismo o ignorancia. Y habrá que ganar esa batalla si queremos sobrevivir como especie.

Decía Santa Teresa de Jesús que la loca de la casa estaba en nuestra cabeza y es verdad. En estos días, pensamientos recurrentes de miedo y culpabilidad acuden a nosotros para confundirnos. No les hagamos caso. La negatividad se combate con el pensamiento lúcido, la generosidad y el perdón.

Yo, cuando esto pase, pienso poner el contador a cero, me he propuesto dar segundas oportunidades a todo el que lo desee, empezando por mí misma.

Y, sobre todo, ningunearé a la loca de la casa, no le haré caso, la oiré sin escucharla.

El miedo es libre, pero yo también.