Tal es el fin de todo el condicionamiento: hacer que cada uno ame el destino social, del que no podrá librarse.
Un mundo feliz. Aldous Huxley.
De que la frivolidad y la indiferencia me parecen liberadoras cuando soy yo quien las practica y crueles, o como poco, estúpidas, cuando las reconozco en otras personas, no tengo la menor duda. Yo, como todo el mundo, tengo dos varas de medir, que intento mantener controladas cuando me doy cuenta de ello, pero de las que muchas veces ni siquiera soy consciente. Se trata de mí o de los que quiero, utilizo una, se trata del resto del mundo, utilizo la otra. Y para consolarme me digo que es humano, que nos pasa a todos.
Digo esto porque desde que hice el taller de meditación, guardé los cascos en un cajón de la mesa del estudio y en vez de escuchar música, intento prestar atención a lo que sucede en los trayectos de autobús que hago camino del trabajo. Debo decir que mis viajes entre el pueblo y la ciudad son muy distintos a los que realizo entre la entrada de Barcelona y la de mi trabajo. En los primeros he hecho amistades siempre. Son relaciones que cambian cuando la gente encuentra un empleo en el pueblo o sencillamente se jubila, pero con las que a veces me he encontrado por la calle y nos hemos parado a charlar y tomar un café. Ahora coincido muchas mañanas con dos mujeres que me hablan de sus hijos, sus vacaciones e incluso me cuentan alguna que otra pena que las aflige. Yo hago lo mismo con ellas. Sabemos las tres que la nuestra es una amistad superficial y casi anónima, pero ir a la gran ciudad juntas y ver amanecer en un autobús, camino del trabajo, debe ser una de esas cosas que, por alguna razón que desconozco, une a las personas. O tal vez se trate únicamente de que en ese punto del trayecto, todavía estamos más cerca de casa que del trabajo, aún no hemos salido de nuestra zona de confort, puede que incluso conservemos el aroma del primer café casero en la palma de nuestras manos.
El otro trayecto es muy distinto. Me subo al autobús en la primera parada y lo observo llenarse poco a poco de autómatas: se sientan, aflojan sus bufandas, hurgan en sus bolsos o sus bolsillos buscando el móvil y luego todo son cabezas gachas, atentas a una pantalla que les transporta a otro lugar, del que milagrosamente regresan poco antes de llegar a su parada. No ven lo que pasa a su alrededor, ni al anciano al que deberían ceder el asiento, ni al niño que duerme todavía en el cochecito camino de la guardería o la casa de sus abuelos, ni al adolescente que bosteza, ni a sus propios compañeros de trabajo, esos con los que más tarde se tomarán el segundo café, o discutirán. Actúan como si la vida se parase cuando vamos sobre ruedas, como si el vehículo fuese más rápido que el tiempo y no que sucede mientras ellos se mantienen absortos, no sucediese en realidad. Como si no se perdiesen nada. Como si prestar atención al otro o no hacerlo, fuese lo mismo. Pero no lo es y lo que dejan de vivir es irrecuperable.
A veces, la indiferencia es frívola y eso la convierte en doblemente estúpida.
Hola
Que bonita reflexión. A mi me pasa igual. Una vez en el consultorio de mi médico, tenía a una chica frente a mi, yo estaba aburrida viendo revistas viejas y ella estaba hablando con su celular con «manos libres», así que cualquiera que nos viera pareciera que estábamos conversando. Saludos desde Monterrey, N.L. México. 😉
Hola Arcelia, sí, a veces se dan situaciones curiosas como la que cuentas, lo de la gente hablando «sola» por las calles también es habitual en Barcelona. Una pena lo que nos perdemos por ausentarnos precisamente de donde deberíamos estar.
Muchas gracias por pasarte por aquí y dejar tu huella. Un saludo.