
“Cuando sea vieja me tumbaré en la cama o me arrellanaré en un sofá y escucharé la música que ahora escucho, la que ponen en la radio o en las discotecas. Cerraré los ojos para recobrar la sensación de mi cuerpo en pleno baile. Mi cuerpo desatado, ligero, dócil, mi cuerpo en medio de otros cuerpos, mi cuerpo liberado de miradas ajenas, bailando sola en medio del salón. Cuando sea vieja pasaré horas así, atenta a cada sonido, a cada nota, a cada impulso.”
Las gratitudes. Delphine de Vigan.
**************
Por fin han llegado las cajas de la mudanza y ahora tenemos una habitación llena de ellas, que están numeradas y todo, pero ¿cómo vas a seguir un orden al abrirlas, si se colocaron en el camión sin orden ninguno y del mismo modo están ahora apiladas, que da pereza solo de mirarlas? Las primeras que hemos abierto son las que están al frente y pesan poco. Ahora tenemos un robot de cocina que nada más verlo supe que no justifica el espacio que ocupa, la ropa de bebé de la que no he sido capaz de desprenderme y un montón de rotuladores, acuarelas, post-it, folios de colores, libretas con lomos floreados, tinteros y demás útiles que rescaté del despacho. También la cafetera, que era lo más urgente y que estaba casi al fondo, que es donde suele estar lo que vale la pena. Esto último pasa con las cosas y con las personas.
Sospecho que, a pesar de lo estrictos que fuimos con la selección, algunas de las cosas que hemos traído se han convertido en inútiles en el trayecto. El tiempo y la distancia consiguen que mucho de lo que un día fue imprescindible, se torne dudosamente práctico o incluso absurdo. Pero ese último viaje es inevitable antes de desprenderse de lo que un día se quiso.
Como desde que llegamos no hemos dejado casi nunca la casa sola, por si de repente llegaban nuestras cosas y porque las que hemos comprado aquí, iban llegando con cuentagotas, no hemos disfrutado mucho de la ciudad. El martes pasado tuvimos que hacer unas gestiones y aprovechamos para dar un paseo y acabar la mañana tomando unos pinchos. Esa fue nuestra comida, porque nos apeteció y porque los forasteros, ya se sabe, no seguimos las normas. Me ahorré de cocinar, a pesar de que cada vez le estoy tomando más gusto, sobre todo ahora que me ha dado por explorar la comida asiática. El gusto por la novedad también es propio del ser humano, sea cual sea su condición, que yo no sé en qué estaba pensando el que dijo aquello de “más vale malo conocido…”.
En los quince días que hace que no paso por aquí he leído bastante -es lo que tiene pasarse el día esperando- y he acabado «Feria«, de Ana Iris Simón, que mira que me ha gustado, pero los libros son como todo, su valor depende del contexto y al acabarlo leí “Las gratitudes” de Delphine de Vigan y entonces Feria y todos los anteriores de este año -salvo, quizás, El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, que llegó a mis manos cuando debía, ni antes de tiempo, ni después-, quedaron oscurecidos. “Las gratitudes” es de esas novelas que una lee de ciento en viento y que te dan más alas que ninguna bebida energética. Dicen que deprime un poco, pero a mí me produjo una alegría inmensa leerlo, porque pone en valor el agradecimiento y eso es importante. El que agradece no solo reconoce el grandeza de la ayuda del otro, el agradecimiento implica un compromiso para con él, un “yo también estoy aquí para ti”. El desagradecido no es que no sea vulnerable, es que evita comprometerse, por puro egoísmo o por pura inmadurez, quién sabe…
Ahora estoy leyendo un libro técnico en inglés, por practicar el idioma y porque pronto será Sant Jordi y ando buscando libros para comprar ese día, que es una de las fiestas que pienso celebrar aquí, como si estuviese todavía allí.
Y esto es todo por hoy. Ahora voy a tomarme el segundo café y a seguir desmontando cajas. La foto es de ma soeur Thérèse, que ama viajar y, por suerte, compartir sus viajes conmigo.