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En el camino de vuelta a la pensión Onofre salió al encuentro de Delfina.
—Estaba dando un paseo –le dijo el muchacho a la fámula– y por casualidad te he visto venir. ¿Puedo ayudarte?
—Me basto y me sobro –repuso la fámula acelerando la marcha, como para demostrar que el peso de los capazos atiborrados no la lastraba.
—No he dicho que no pudieras con la compra, mujer. Sólo pretendía ser amable –dijo Onofre.
—¿Por qué? –preguntó Delfina.
—No hay por qué –dijo Onofre–. Se es amable sin motivo. Si hay motivo, ya no es amabilidad, sino interés.
—Hablas demasiado bien –atajó la fámula–. Vete o te azuzo al gato.

La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendoza.

Ayer intenté enseñar mi ciudad y no solo no pude hacerlo, sino que descubrí lo que hace tiempo que sospecho: Barcelona ya no es de los barceloneses. Tal vez no lo haya sido nunca y ese “ya” solo sea el producto de la ingenuidad que me resisto a abandonar, probablemente Barcelona haya sido siempre la ciudad esquiva que me pareció ayer y no la cálida que a mí me gusta imaginar que es.

Poco después de las 10 de la mañana llegamos a la Sagrada Familia –ese totum revolutum que cada vez me gusta menos, pero que entiendo que los forasteros sientan la necesidad de ver-. Un señor muy amable nos indicó que la cola para entrar tenía una espera aproximada de hora y media, pero que podíamos comprar entradas por internet “para cuando salgan, claro”. Optamos por ser positivos, además las obras grandes necesitan de la distancia para ser contempladas en toda su magnitud, cruzamos la calle y nos fuimos hasta el otro extremo del lago en el que, cuando no tiene el fondo cubierto de verdín, se refleja el templo. Entonces descubrí dos cosas: que si hubiésemos entrado me habría sentido como en un gran almacén el primer día de las rebajas (desde el exterior podían verse las figuras amontonadas, con los cuellos estirados en ligera flexión hacia atrás para contemplar lo que en esa postura era imposible ver -los fisioterapeutas de sus lugares de origen tienen el pan asegurado los próximos meses-) y que verla “por fuera” tampoco era sencillo, porque sin saber el número exacto de los afortunados que consiguieron entrada, fuera del recinto había más del doble ¡cómo poco!

Hacía un día feo, las nubes de ayer no eran de esas que tanto les gustan a los fotógrafos, porque filtran una luz blanca que hace resplandecer lo que toca, sino de esas otras que todo lo vuelven ceniciento sin ni siquiera amenazar lluvia (el agua le hubiese dado a la ciudad un embellecedor aire de romanticismo). Hacía un día feo, como digo, y pensé “el Parque Güell estará medio vacío”. Llegamos y había poca gente haciendo cola para comprar una entrada que les permitiría acceder al recinto un par de horas más tarde (eso si teníamos suerte, porque estábamos en ese punto en el que no se sabe a ciencia cierta si te tocará un turno o el posterior). Mientras dudábamos sobre si ver la parte de libre acceso mi marido nos sacó de dudas: al parecer todo el mundo había decidido ir en coche hasta allí y no quedaban ni dos palmos de aparcamiento libre.

Santa María del Mar fue más de lo mismo. Llamé al chiringuito al que hemos ido mil veces sin reserva previa –bueno, tantas no, pero casi- y se puso una tal Mónica a la que le entró la risa cuando le dije que quería una mesa para ese día “para el fin de semana, tiene que llamar , como muy tarde, el miércoles”. Luego me enteré de la razón de su éxito: cocinan igual que antes, pero el dueño apareció hace poco en un capítulo de Masterchef.

Nos fuimos a pasear por el Born. Tomamos unos pinchos en el Sagardi y acabamos comiendo allí. La comida buenísima y el servicio mejor. ¿Qué de qué me quejo entonces? Pues de que acabé llevando a una madrileña residente en Bruselas a comer cocina vasca en vez de cocina catalana que hubiese sido lo suyo, vamos, digo yo.

Al salir fuimos a ver el mar. Una esquina del cielo se quedó libre de nubes y el agua era una mezcla brillante de esmeralda y aguamarina, que se rompía en espuma blanca y límpida.

El mar fue generoso con nosotros y con esta ciudad, que hasta hace bien poco le dio la espalda.

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Me he levantado con dolor de cabeza, pero hoy no quiero perderme la inauguración de Cuirum. El viernes estuvimos viendo la tienda-taller, que fue estudio de Esther Arias y que Amanda ha redecorado potenciando la esencia artística y artesanal del espacio.

Os dejo para tomarme un café y dejar que actúe la pastilla que acabo de tomarme. Ojalá la migraña remita y pueda reunirme con los amigos esta tarde y desearles suerte en persona a Aitor y Amanda por el magnífico proyecto que con tanta ilusión emprenden hoy.

¡Feliz domingo, socios!