Marcooooo. Sadness. Con licencia CC.

Esta semana, entre un montón de cosas positivas (encantadora cena de mujeres reales, con vidas virtuales, incluida), también he vivido la decepcionante experiencia de comprobar en lo que se ha convertido la fiesta de Sant Jordi en mi ciudad.
Siempre había adorado este día, donde las historias se acercaban a los lectores esporádicos, en una oportunidad única de atraparlos en el placer de vivir otras vidas, reflexionar sobre la propia y relativizar las opiniones enquistadas, al enfrentarlas con las ajenas. Para los que ya estamos enganchados a ese vicio anhelante que nos impide creer verdades absolutas y mantener siempre una puerta entreabierta a la duda, es precioso ver como otros se acercan, tocan, leen contracubiertas y se animan a comprar libros y (espero) a leerlos o a regalarlos con la esperanza de que otros los lean.
En realidad, como amante de la lectura, no necesitaba ningún día especial para celebrarla, pero eso no era óbice para que me encantara pasear entre flores y libros que tomaban las calles con osadía… ¡y era tan agradable!
La verdad es que este año sólo he constatado algo que vengo viendo (sin querer admitirlo) desde hace ya algún tiempo: puestos clónicos donde se repiten los mismos títulos, casi en la misma disposición y cubos llenos de rosas inodoras y/o de colores imposibles, que nacen para morir dentro aún del plástico que las envuelve.
Todo evoluciona y yo pensaba que el festejo de Sant Jordi lo haría hacia tiendas ambulantes cada vez más especializadas, donde encontrar ediciones ya olvidadas, rarezas, libros seleccionados con celo por los libreros para su exposición pública anual, con voluntad casi pedagógica y siguiendo el más estricto criterio de calidad: mostrar aquello que ha iluminado su pensamiento, que ha hecho más grata su existencia; dejarnos experimentar la vida in vitro e intentar aprender del otro (si fuera posible…). Y junto a esos reductos de sabiduría, creí que me toparía con tenderetes donde flores más humildes harían compañía a preciosas rosas de jardín, de esas cuyo olor casi molesta.
Pero no… Sant Jordi es cada año más vulgar, menos interesante, más comercial… nada que objetar, pero ya no es mi día, ni mi fiesta, ni mi ambiente… y si el día de exaltación de la lectura se ha convertido en un lugar común más, en el cual no tenemos cabida personas como yo, es que algo está fallando… creo.
Aún así, entré en alguna librería y compré libros de esos que se dejan, avergonzados, en las estanterías, sin que nadie se atreva a sacarlos a la calle, porque tal vez temen que lo distinto no venda, que sólo si uno contempla, machaconamente, una misma cubierta en diez puestos alineados, se decidirá a adquirir un ejemplar… una verdadera pena.
El viernes regresé de mi paseo pensando que no volveré a participar en el ritual, prefiero seguir con lo mío: regalarme de vez en cuando una expedición en busca de libros exquisitos, a la que ahora, para no renunciar a nada, prometo añadir la compra de algunas flores… sin santo patrón que valga, ¡total, de la leyenda el único que me caía bien era el dragón!
¡Feliz domingo!
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