Desordre. N.V.

Bajo las pulsaciones del pavimento, bajo los edificios que se estremecen como en un llanto, bajo los restos del tiempo, donde el casco de la bestia se junta con los huesos rotos de las ciudades, algo está creciendo como una flor, siempre brotando de la tierra, siempre inmortal y obstinado, algo que vuelve a la vida una vez más, como abril.

Una puerta que nunca encontré. Thomas Wolfe

♫ I Remember You

 

Estos días ha llovido de una manera suave, como no suele llover en el Mediterráneo. La tierra necesita descansar de unos meses de calor agobiante. A principios de semana, al salir del cine (de ver la última película de Woody Allen, que tiene el extraño mérito de conseguir que Roma parezca una ciudad insulsa y sin carácter), notamos que habían caído algunas gotas, las suficientes para que la chaqueta ligera no bastase. El otoño ya está aquí.

Duermo aún con la ventana abierta, la brisa nocturna dándome en la cara, el cuerpo abrigado con una manta (fina todavía). Por eso hay noches, como esta, en la que me despierta el ruido de algún coche que se dirige a la autopista, rompiendo la negrura.

He intentado volver a dormirme, pero no tenía interés en retomar un sueño extraño que el resonar del motor ha interrumpido.

Estaba yo en el jardín que bordea mi casa con J. tomando un granizado de algo, no sé decir de qué pero recuerdo el frío de los pequeños trozos de hielo en mi lengua, y de golpe me he visto sola junto a un camarero que me enseñaba una plancha para hacer asado. Recuerdo que he pensado en lo extraño que era que él supiese que yo tenía interés en los artilugios de cocina (ahora creo que ha sido porque esta semana he cocinado para Patricia y sorprendentemente, después de tanto tiempo sin prepararlo, el pastel salado salió jugoso), entonces he querido acercarme a los ascensores para volver a casa, pero no los encontraba, ni tenía móvil con el que avisar a nadie. Todo me resultaba familiar y sin embargo me sentía perdida.

Entonces llegaba G., una niña a la que costó mucho traer al mundo y eso hizo que conservara intacta la inocencia, me cogía de la mano y me conducía hasta mi casa, mientras entre risas me preguntaba «¿cómo se escribe ornitorrinco?» y yo «o de oliva, r de Roma…» riendo también (tranquila ya). Y así, deletreando, como otros se duermen, me ha despertado el conductor nocturno, que circulaba inconsciente de los sueños que rompía a su paso.

He venido entonces al estudio, para leer a Frame en silencio y no despertar a mi familia a deshoras, pero me he quedado dormida en el diván. Empiezo a sospechar que el rincón que con tanto cuidado he preparado para poder leer a gusto, ha decidido por su cuenta que lo que desea ser es un lugar de reposo, porque es tumbarme con un libro en la mano y caer sobre mí un dulce e irresistible sopor, sea la hora que sea y aunque esa noche haya dormido a pierna suelta, hasta el punto de que tengo a Frame estancada en la página 145. «Salieron. Se miraron unos a otros, se encogieron dentro de sus cálidos abrigos, se alzaron los cuellos, se ajustaron bien los guantes. La nariz de los niños ya brillaba y sus pequeños rostros estaban contraídos y azules por el frío. Noel comenzó a gimotear». Hacia otro verano es una buena historia, por la que me muevo lentamente, sospecho que además de por las malas artes que emplea mi diván, porque es una indisimulada autobiografía y a mí esas cosas me da cierto pudor leerlas. Sobre todo cuando se trata de un escritor ¿qué más podemos pedirle si ya nos deja ver hasta su emoción más íntima? (los hechos se inventan, las emociones…). Además, Grace, la protagonista, intenta sin conseguirlo estar a la altura que lo que escribe  «¿Tengo aspecto de escritora? Debería tener el pelo, liso y negro, a la altura de los hombros; debería tener la cara pálida y con espinillas; los zapatos deberían tener aberturas en los costados; debería parecer interesante.» y a mí el sacrificio supremo de intentar parecer otro para ser aceptado en lo importante, siempre me ha dado mucha pena.

Ahora escribo mientras me tomo un té oscuramente amargo, con la esperanza de que en el fondo de la segunda taza, se esconda algo de inspiración…

 


 

Lo bueno que tiene el tiempo es que nunca se está quieto.

Los que empezamos a fiarnos de la experiencia de los años, sabemos que la tristeza de hoy será calma mañana, la ira acabará transformada en indiferencia, la novedad en rutina, el dolor en recuerdos… nada se salva del paso de las horas. Todo lo templa el tiempo. Todo lo cura.

Espero eso esta semana, que he tenido un poco más de tiempo para asomarme al mundo y he contemplado esta horrible época que vivimos en la que cada vez es más la gente que tiene miedo (qué malo es el miedo y cuanta podredumbre moral deja a su paso) y la que sufre, aunque estos últimos ya no hagan apenas ruido ni incomoden ¿cómo temer perder lo que ya se ha perdido tantas veces?

Escucho las noticias y la sinrazón asoma tras un detalle cualquiera. Y el paso del tiempo, que nos conduce hacia un futuro cuya puerta abrirá el próximo segundo, me asusta un poco (a mí que no soy mucho de asustarme).

Busco entonces que me reconforten y le pregunto a un optimista incorregible. «Esto pasará, como pasa todo» me contesta. Lo sé, las palabras de consuelo son humo.

Humo de oro.

¡Feliz domingo, socios!

 

La fotografía es de Núria Vives. Buena fotógrafa y mejor amiga.