Sitges

 

[…] A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada. ¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo? ¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius? […]

Felicidad. Katherine Mansfield.

Los días, las esperanzas, las alegrías, las ausencias, la ilusión, los sueños. Nada se salva de la erosión del tiempo, ni de su empuje. Esta semana, J. ha coronado una cima de las muchas que le esperan y todos los que le queremos nos hemos alegrado con y por él. Ha sido el primer logro y por tanto el más inesperado, porque uno se esfuerza por alcanzar los sueños más difíciles creyendo que solo un milagro hará que se cumplan. El esfuerzo es el milagro, naturalmente, aunque ese profundo e intrincado secreto se descubra mucho más tarde.

Así es que ya veis, no he escrito estos días porque estaba tremendamente feliz y desde los extremos es difícil concentrarse. Han sido dos semanas en las que me he dedicado a trabajar, ayudar a J. en lo poco que he podido, leer y ver documentales, que es una afición que he heredado de mi padre.

Ayer vi uno sobre Jeong Kwan, una monja budista que desde Corea del Sur ha saltado a la fama de la mano de Éric Ripert, budista también, pero con restaurante abierto en Nueva York y 3 estrellas Michelin. Kwan cocina para las monjas de su monasterio y cree que el exceso de energía no siempre es bueno, por eso a veces va al restaurante de Éric y cura a sus clientes a base de cúrcuma, pimiento molido, shiso y té de loto.

Ni ajos, ni cebollas, ni cebolletas, ni cebollinos, ni puerros. Eso es lo que dice ella que no debemos comer si deseamos que nuestro espíritu viva en un estado de tranquilidad consciente.

Yo bebí hace muchos años té de loto y os aseguro que su sabor es tan sutil que se encuentra al límite del agua, hasta el punto de que el primer sorbo te parece una broma, después -si eres afortunado- tus sentidos se despiertan y son capaces de disfrutar de su delicado sabor. El té de loto te incita a prestar atención a tu interior y a escucharlo, del mismo modo que un trago de agua de mar te obliga a mirar alrededor y seguir nadando hacia la costa.

Una tarde, ya anochecido, recibí la foto que encabeza el post: mar y gaviotas. Odio esos pájaros cuando se pasean por la ciudad en busca de comida -tengo motivos, he visto a uno de ellos engullir una paloma- y, sin embargo, en su hábitat son tan distintos que me recordaron a las fotografías que tenía la edición de Juan Salvador Gaviota que leí de adolescente – y de la que adoraba las ilustraciones, aunque no así el texto, porque creo que el único género literario que no me gusta es el de la metáfora-.

A veces en la vida, como en el mar, no le damos importancia a los que más nos aman, mientras que nos dejamos deslumbrar por los que solo desean ser amados. Observamos embelesados a las olas, zalameras, pero la sal es la que nos avisa del peligro, la que evita que nos hundamos, la que nos salva… Creo que las fotos del mar me gustan tanto porque sé que ella está ahí. Una presencia tan sutil como la del loto y, por eso mismo, tan importante.

Supongo que estos últimos días se podrían resumir en eso: alegría, té de loto y agua salada. Vaya, que no me puedo quejar.

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La foto es un regalo de ma soeur Thérèse.