Dejadme concluir-repuso tranquilamente-. He examinado la cuestión bajo todos sus aspectos, la he abordado resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que todo proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas por segundo, y dirigido hacia la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues distinguidos y bravos colegas, el honor de proponeos que intentemos este pequeño experimento.
De la tierra a la luna. Julio Verne.
No hace mucho que me preguntaron sobre mis lecturas infantiles y olvidé mencionar a Julio Verne. Eso no sería ni bueno ni malo, si no fuera porque no se trató de un olvido momentáneo, sino de un olvido fingido que llevo arrastrando desde mis primeros años lectores. Si un género ha padecido el desprecio de los programas educativos, sin duda ha sido el de la ciencia ficción, que solo estaba permitida como evasión –nunca como aprendizaje- y siempre y cuando el lector fuese un niño y no una niña como en mi caso -nosotras, en lo tocante a la fantasía, debíamos concentrarnos en los príncipes azules y no perder el tiempo con viajes al centro de la tierra-; a lo que iba: todavía no digo en voz alta que me apoyé en algunos de aquellos libros en mi primer intento de entender el mundo que me rodeaba. Supongo que por eso, durante mi infancia llegué a pensar que era marciana, pero esa es otra historia…
La lectura, como la vida, requiere de algo de paciencia y una gran dosis de imaginación para ser plenamente disfrutada. Hay que dejar que la historia se abra camino hasta que consiga prender en nosotros y nos involucremos, rellenando con nuestro propio attrezzo los huecos que el escritor deja en el paisaje. No, no todo debe ser dicho. Al fondo de una escena campestre alguien imaginará una zarza donde otro verá un corro de setas, un montón de piedras o un pequeño charco… y eso es bueno, porque al participar con un detalle que no altera el argumento pero que lo acerca a nuestro universo lector, personalizamos la historia, hasta el punto que no me parece descabellado afirmar que no hay dos personas que lean la misma novela.
Yo, por ejemplo, no he visto en Patria esa maravilla de la que tanto me habían hablado, probablemente porque no había nada en ella que no supiese de antemano. Y sin embargo, entiendo a los que piensan que si Aramburu no la hubiese escrito alguien debería hacerlo con urgencia, porque era un deber pendiente para con los que padecieron el silencio cómplice que tan presente está en la historia. Pero Patria no es el estilo de novela que me gusta, es demasiado, cómo lo diría… impaciente. Las frases te empujan a leer deprisa, sin acaban de asimilar lo leído, porque ocurren tantas cosas en tan poco tiempo -a pesar de que discurren años entre algunas de las escenas, todo pasó muy rápido en mi cabeza-, que es imposible fijarse en los detalles. Y yo, con lo que disfruto de verdad leyendo es con los detalles, con los gestos, las pausas, la descripción de una mirada esquiva… El caso es que Aramburu se detiene en ellos, pero a mí me ocurrió como cuando leo novelas de misterio, que la trama no me dejó apreciarlos -excepto cuando las novelas de misterio las escribe Chandler, claro-. Y vosotros diréis que cómo puedo decir eso sabiendo como sabéis que me gusta la novela negra, yo también me lo pregunté y deduje que mi decepción está justificada, sobre todo, por las expectativas que tenía, muy distintas a las que tengo ante una novela de Ian Rankin, por ejemplo -y mira que me gusta Rankin, pero es que de él espero precisamente eso: que la trama me atrape hasta hacerme olvidar lo que ocurre a mi alrededor, mientras que en este caso, esperaba todo lo contrario-. Definitivamente Patria no me convenció por la forma como está escrita y también porque creo que esa historia merecía un final abierto a la reflexión, un punto y seguido, en vez de un punto y final.
Por eso yo no lloré con Patria. Y, a pesar de todo lo dicho, me gusta ver a la gente leyéndola en el autobús.
Pero volviendo a mis lecturas infantiles -y por tanto a Julio Verne y a su capacidad premonitoria-, nunca entenderé esa suerte de literatura preadolescente que tanto se lleva ahora y que –a los datos me remito- si para algo ha demostrado no ser útil es para generar lectores adultos. Más nos valdría dejar al alcance de los niños personajes como Impey Barbicane, Emma Woodhouse o Robinson Crusoe – o Amy Dorrit, o Jo March, o Gregorio Samsa, o…- y esperar a ver qué pasa.
Y es que, visto que el sistema no parece funcionar, bien podríamos intentar ese pequeño experimento.
En una noche de insomnio, por un dolor intenso en la rodilla derecha, he «aterrizado», de nuevo, en El Club de los Domingos.
Después de varias semanas de hacerte el salto, por necesidades del guión, -estoy haciendo obras y eso ya sabes que conlleva-, he podido recuperar el placer de leeerte. Y es que, «Ese pequeño experimento» es GRANDE, GRANDE, GRANDE …
Francesca, NO es que el sistema no parece funcionar. Es que NO funciona. Sería un acto de sensatez, intentar «Ese pequeño experimento».
No te preocupes por lo de hacerme el salto ¡yo soy la primera que lo he hecho, en mi caso no hay excusa que valga, excepto la falta de tiempo y el haber dedicado el poco que tenía a lo que más me gusta: leer :-). Me alegra ver que eres de los míos ¡eso de la literatura para adolescentes no sé a quién se le ocurrió, pero es todo menos un camino hacia la pasión lectora.
Gracias por tu visita Josep… ¡vuelve! (aunque yo sea una impresentable que tarda en contestar ;-D).