Lo que me contiene es una pasiva curiosidad. Es como una tragedia isabelina o una película de miedo. Sé quiénes morirán, pero no cómo.
Tomo su mano y le acaricio suavemente el dorso; el fino vello se me antoja lija al rozarme la yema de los dedos.
La tumba del famoso poeta. Margaret Atwood.
Estoy leyendo, a trancas y barrancas, un libro de cuentos de Margaret Atwood y me sorprende ser capaz de identificarme con todos los personajes femeninos (y con algunos masculinos). Al principio, esa capacidad de mimetismo recién descubierta, me preocupaba casi más que el poco tiempo que tengo actualmente para dedicarle a la lectura. Una no puede parecerse a la vez a la sumisa Sally, que se resiste a ver la realidad, hasta que la realidad se abalanza sobre ella y casi la destruye y a la viajera sin nombre, que intuye el desastre y se anticipa, aunque le duela… ¿o sí?
Me está gustando este volumen que pide ser leído lentamente (y que ha llegado a mí cuando yo no puedo leer de otra manera), porque nos revela una gran verdad: que en algunas ocasiones son «los buenos» los que nos hacen daño y en otras son «los malos» los que nos salvan. También que nosotros estamos a uno u otro lado de la línea, en función de las circunstancias… o de quién sea el otro… o, sencillamente, del ángulo de la vida desde el que se nos observe.
Siempre he creído que las disputas por conseguir el papel de víctima (o el de villano, que eso también lo he visto), por absurdas e inútiles, no merecen la pena, pero mientras más leo a Atwood, más me reafirmo en ese convencimiento, que me atrevo a creer que compartimos.
A M. la conocí hace muy poco, al retornar a mi antiguo trabajo. Es una mujer poco agraciada (me resisto a decir «fea») y lo sabe. Bromea con ello y con el hecho de haber dado por inútiles hace mucho tiempo los tratamientos que prometen belleza en un instante… o en dos. Tal vez por eso se ha centrado en su propio contenido «ya que la naturaleza ha sido tan ingrata con mi continente» (sic). Me dice que su pasión es la lectura, que devora los libros y que el camino que más recorre, después del que la conduce hasta su trabajo, a horas más tempranas todavía que la mía, es el que la lleva a la biblioteca del pueblo cercano a Barcelona en el que reside. Le gustan los novelones y le recomiendo «Fortunata y Jacinta», pero ya lo ha leído,»¡qué hartura de llorar, madre mía!».
Hablamos en la breve pausa del desayuno, cuando me retraso y no coincido con nadie más. Ella sigue trabajando mientras me cuenta su pasión por Follet y la rabia que le da el que sus libros pesen tanto, porque los traslada «malamente» en la combinación de transporte público que la trae y la lleva cada día. Son libros de domingo, según ella, «y de gripe» añado yo, recordando aquella en la que mi único consuelo fueron «Los gozos y las sombras» (que no creo que hubiese leído de no ser porque C., que ahora tanto sufre, me trajo su ejemplar en una de esas visitas que se hacían antes a los enfermos).
A M. su empresa le tiene prohibido hablar con los trabajadores de los despachos en los que limpia. Supongo que para que no se entretenga en la tarea, pero también para que no confraternice y, según ella sospecha, no moleste. De forma que nuestros ratos hablando de los autores que le gustan a ella y los que me gustan a mí, tienen el aliciente añadido, de estar saltándose las normas. Me preocupa un poco el riesgo que corre, pero la verdad es que jamás he visto aparecer a ninguno de sus jefes por allí, puede incluso, que ni siquiera tengan tarjeta de acceso y su larga lista de prohibiciones (no llevar móvil, no desayunar dentro del recinto y un montón de «noes» más) no sea más que un fanfarrón e inútil intento de control a distancia. En todo caso, como es una norma injusta, la animo a incumplirla, aunque vigile con el rabillo del ojo por si se acerca algún desconocido con la bata de su empresa.
«Seguro que tú, como has estudiado, tienes mejor gusto que yo para las novelas… recomiéndame alguna, pero no de las nuevas, una que esté en la biblioteca», me dijo el otro día y me dejó pensando en el libro adecuado, tal vez «Las fuentes del afecto» de Brennan o el que estoy acabando de Atwood. Relatos cortos, para leer en el trayecto de ida, reservándose el de vuelta para pensar en ellos.
Se lo prestaré, porque en lo que se refiere a los libros, el préstamo es más dulce que el regalo. Y más propio de hacerse entre amigas.
¡Feliz domingo, socios!
Ya sé porque me gusta tanto «donar» mis libros a la biblioteca de mi pueblo, me imagino a personas como la protagonista de tu relato leyéndolos y, me entra una especie de regocijo difícil de describir … ¡me encanta compartir lecturas y autores!
¡Feliz domingo!
¡Hola Juana! a mí prestar libros me encanta, sobre todo aquellos con los que más he disfrutado y creo que merecen seguir vivos en el corazón de otras personas y no ser relegados a una estantería de la biblioteca de casa.
A veces me equivoco al elegirlos, pero creo que esta vez acertaré… otro día os lo cuento.
Un abrazo.