2013-09-20 19.20.28

 

True colors. Jules Larson.

Tras el alegato contra la primavera que escribí la semana pasada, hoy la reivindico. En esta época siento como si mis ojos se volviesen extraños diafragmas, que se abrieran a la luz y fuesen capaces de ver todos los detalles: los brotes de las hojas verdes, claras y tiernas, que se han multiplicado sin que yo me dé cuenta en la planta del salón, los bigotes del gato de mi vecina, que gusta de sentarse a mediodía sobre la esterilla que tiene en la puerta y que debe estar caliente a esas horas, las nubes algodonosas que pueblan el cielo de ese blanco roto, tan distinto al impoluto y refulgente blanco invernal…

Llevo toda la semana encerrada en casa, sentada en un sillón, tomando antiinflamatorios para curar una contractura que siguió a la migraña de días pasados -o mejor dicho, que la anunció, según mi médico de cabecera, que es uno de esos que te conoce, te visita, te receta y te cuida, ventajas de vivir en un pueblo, supongo-, así es que todo parece indicar que esta visión idílica mía de la primavera tiene más que ver con el ansia de salir de este enclaustramiento que con otra cosa. Todo es relativo y tendemos a valorar lo que no tenemos, por eso yo idealizo ahora este cambiante tiempo que me hace estornudar, la gabardina que sabe a poco por la mañana y sobra por la tarde, el paraguas que se coge solo cuando no llueve, porque el amanecer engaña…

¿Qué hago encerrada en casa cuando podría estar callejeando y haciendo fotografías con mi nueva cámara? Leer, eso es lo que hago. Y dormir. Y ver series en ese canal maldito al que se suscribió J. y que espero que cancelemos pronto, porque nos roba un tiempo precioso. Confieso que prefiero mil palabras a una imagen, tal vez porque esta última lo deja todo dicho, y yo amo interpretar, reflexionar, dudar… Sin embargo dejo novelas inconclusas y a veces no se lo merecen, como la que retomé ayer, abandonada hace meses, al poco de iniciar su lectura, porque pasó algo -ya ni lo recuerdo- que me impedía concentrarme en ella, y Fitzgerald no merece ser leído de forma distraída.

Os dejo por «Hermosos y malditos», que promete ratos felices y es una edición de bolsillo que podría transportar para leer en el tranvía, cuando regrese la semana próxima al trabajo, si ese pequeño punto doloroso que aún persiste junto a la columna -y que me hace temer una recaída-, desaparece por fin.

«Por primera vez en más de un año se encontró disfrutando plenamente de Nueva York. Había en ella una extraña intensidad, sin duda; algo que más bien hacía pensar en el sur. Pero era también una ciudad donde uno se sentía solitario. Anthony, que había crecido solo, había aprendido recientemente a evitar la soledad. Durante los últimos meses había tenido buen cuidado -cuando carecía de compromisos para la noche- de ir corriendo a alguno de los clubes de los que era socio para encontrar a alguien que le hiciese compañía. La soledad en Nueva York era una realidad palpable…»

¡Feliz domingo, socios!