Espero que en su próxima encarnación, cuando sus huesos hayan dejado de crujir, se encuentre entre cosas agradables y familiares, entre ruidos reconfortantes: el ruido de un próspero y amistoso restaurante en su mejor hora, el rumor de la cocina bulliciosa, el ruido de los corchos de las botellas al abrirse y del hielo agitándose en la coctelera y los cuchillos y tenedores y las voces interrogativas de los camareros y las de los clientes en animada conversación ante una deliciosa cena, sonidos que todos conocemos y que significan quizás los momentos más amistosos de nuestros días, estemos donde estemos, o como suele ser, en medio de la vida»
El espectro de Philippe, Maeve Brennan
Seguramente es un error que comparto con mucha gente, pero en mí se da la paradoja de que cuando cuido a alguien me siento como si ese alguien cuidase a su vez de mí. Hasta tal punto me resulta gratificante contribuir a la felicidad de otro que me ayuda como ninguna otra cosa a construir la propia. Me pasa lo mismo con el valor y argumento mejor la defensa o el ataque cuando se trata de proteger unos intereses que no son necesariamente los míos. De todos es sabido que el cobarde se envalentona defendiendo a quien considera más débil.
En mi caso ocurre además que siempre que necesito, quiero o simplemente valoro a alguien, deduzco irremediablemente que ese alguien me necesita, quiere o valora a mí, de modo que acudo a falsas citas con un destino esquivo que a veces huye y otras se pliega a mis intenciones, convirtiendo lo que no había de ser en una realidad casi terrestre, que incluso parece tener raíces profundas y sinceras en el tiempo y muchas veces acaba por tenerlas.
Hay días en los que eso se nota más y uno de esos días fue el viernes. Salí temprano de casa, porque en mi navideña reclusión los encargos y los encuentros se habían acumulado y quería darles una oportunidad antes de un fin de semana en el que habría de trabajar para recuperar el tiempo perdido. Me fui de casa temprano como digo y tras algunas compras obligadas me senté en un restaurante, a esperar leyendo a alguien a quien la burocracia retrasó. Cuando llegó se dio el pequeño milagro de una comida llena de coincidencias y confidencias que servirían para paliar algunos desengaños recientes. Y mientras hacía el trayecto en autobús que me separaba de mi siguiente cita pensé que con cada persona nos encontramos en un lugar distinto de nuestro interior, como si fuésemos una gran casa en la que nuestro espíritu se expande por todos los rincones y dedicásemos a cada relación un espacio único. También se me ocurrió que quizás yo tenía razón cuando en la adolescencia creía que todo era obra del destino y que las cosas ocurren (o no) de forma irremediable y resistirse a lo que ha de ser, o empecinarse en que sea lo que nunca nos estuvo destinado, solo puede traer la desgracia a nuestra vida. Tal vez por eso lloro poco los fracasos ¡cuánto debo agradecerle yo a los anhelos no cumplidos!… sin asomo de duda, mucho más que a los sueños realizados.
No es verdad que haya que dejar todas las puertas abiertas, hay algunas que deberían ser cerradas con una solemnidad propia de las últimas veces. Qué poco cuidamos eso ¿verdad? Uno se pone nervioso y titubea cuando se prepara para un primer encuentro, como si hubiese de asistir a algo extraordinario, aunque todos los días conozcamos a gente susceptible de ser nuestro amigo o nuestro amante. Son escasas en cambio las ocasiones en las que sabemos de antemano que una despedida será definitiva; pero curiosamente no nos preparamos para ellas, sino que esperamos que pasen pronto y de cualquier manera, desdeñamos incluso el arreglo, como si cualquier objeto que nos acompañe a uno de esos encuentros postreros hubiese de quedar maldecido por la tristeza o el rencor. Si nos duele saber que no volveremos a compartir nada con esa persona queremos postergar el momento, porque el tiempo de no verse es menos doloroso cuando uno confía en que todavía podrá disfrutarse del otro una vez más. Si por el contrario deseamos apartarle de nuestra vida, nos sobra incluso esa corta hora en la que soportaremos no ya el juicio que se esconda tras su mirada, sino el haber de malgastar la nuestra en un empeño que a nada conduce.
Esta mañana me ha despertado el sonido de un final. Me encontraba en un campo cuajado de amapolas frente a un horizonte de árboles y bajo un cielo muy azul salpicado de nubes como de algodón, entonces he girado la cabeza y detrás de mí he visto el hueco de lo que debía ser una puerta, que ha producido un crujido suave y lento al cerrarse y dejarme dulcemente allí, en medio de una nada tranquila y despejada.
Estaba tan metida en ese sueño, en ese verdor, que he pensado enseguida que debía conservar el recuerdo y lo he medio escrito antes de incorporarme en la libretita que dejo sobre la mesita de noche “campo, árboles, cielo, puerta que se cierra”. Yo sabía que eso bastaría si me apresuraba a describirlo aquí.
Pero cuando he encendido el ordenador ya no tenía ganas de especular sobre el significado de la escena y lo que me ha venido a la memoria ha sido una frase que me dijo alguien en el preludio de una cena que ya es un clásico: “Entonces… tú eres cómo yo ¡también te equivocas con la gente!” y he rememorado la conversación que le siguió y en la que los dos nos reafirmábamos en la intención de seguir corriendo riesgos, de sufrir decepciones si es preciso, cualquier cosa antes que cerrar la puerta equivocada, la que me conduzca a la comensal del viernes, o a esa amiga con la que ando practicando un dulce trueque laboral, o al hombre que me escribe desde su cueva, o a ese otro que me descubrió falible y que paga ahora un error de apreciación mío… o a tantos otros de cuya amistad disfruto.
Y mientras, los asuntos se suceden y avanzan siguiendo un camino oblicuo y lleno de meandros, bajo un cielo urbano cuajado de sonrisas y palabras, en medio de la vida.
¡Feliz domingo, socios!
Creo que comparto todos tus errores y hasta las comas y los puntos de este post. De lo mejor que te he leído, Francesca. Aunque con metáforas distintas, ando yo con cavilaciones similares. A mejor me encuentro conmigo mismo, más me doy cuenta de aquello que inquieta y me crea desasosiego como por ejemplo este no saber abrir o cerrar del todo las puertas y dejarlas siempre entreabiertas, manteniendo las relaciones en un haz de luz rodeado de penumbras…
He de aprender a abrir y a cerrar, con solemnidad o de un portazo 😉
Feliz domingo!!
Como Brecht hace unos años, yo también pienso que no son buenos tiempos para la lírica y los que reivindicamos la belleza en las cosas y la ética en los actos parece que nos estamos extinguiendo.
No es cierto, la historia demuestra que somos resistentes 😉 lo que pasa es que hay que intentar no contagiarse de tanta vulgaridad… Por eso creo que a veces se deben cerrar puertas del todo, aunque solo sea para proteger la luz de los que iluminan nuestra vida (y la nuestra), de esas sombras que no sabe uno nunca lo que esconden.
Me alegra que te haya gustado el post Manel. ¡Qué vaya bien la semana!
¡cuánto debo agradecerle yo a los anhelos no cumplidos!
Me identifico con esto notablemente …. cuanto agradezco a la Vida lo que no alcancé ….
¡Feliz Domingo!
Ufff… yo a veces reconozco que me libro por los pelos… ¡pero es que a veces una se empeña en desear en unas cosas…! En fin, pa’ habernos matao’ que decía aquel 😉
Un abrazo fuerte, Juana.