«Hasta las mayores alegrías dejan un poso de tristeza. En toda experiencia hay siempre un sentimiento de carencia».
Nos vemos allá arriba. Pierre Lemaitre.
Podría decirse que prácticamente vivo en la calle de las mimosas, con puntuales salidas al trabajo y escasas a la casa entre nubes en la que está la parte de mi familia que ahora me necesita menos.
En esta casa, cerrada a cal y canto para preservarla del sofocante calor de estos días, los apagados ruidos que llegan de fuera, nos recuerdan que la vida sigue. En el interior apenas se oye el rumor del televisor que cuenta una realidad azotada por el dolor evitable con el que a los humanos nos gusta flagelarnos: la pobreza creada por la avaricia de unos cuantos, los conflictos que esconden la ambición de otros, la intransigencia de los incompetentes, los exabruptos de los que carecen de argumentos… y la estupidez, la mediocridad, el vocerío que, ufanos, exhiben los que viven de la ficción de su propia privacidad. Lo mismo ocurre con el periódico, que compro cada día, para no romper un ritual de años, aunque yo no lo leo, para qué. Pero hay que estar conectados con el mundo, y el mundo, en estos momentos es, en buena parte, eso.
Sin embargo, en la calle de las mimosas, cuando se rompe el silencio, respetuoso con el necesario y desordenado descanso, todo es felicidad. Quizás porque las cosas mejoran poco a poco, celebramos la vida con la rebeldía de la alegría, de la risa que se torna carcajada franca, de la sonrisa con la que recibimos cada gesto de afecto, cada instante compartido y me niego, nos negamos, a hacer de este mundo interior un reflejo de esa falsa historia que nos llega de fuera.
Ha sido esta una buena semana, en todos los aspectos, porque ha ido de menos a más sin sobresaltos, como debe ser. Solo ha faltado la lluvia.
¡Feliz domingo, socios!
Fotografía: Iakov Filimonov para Shutterstock