Karen E. James. hms Beagle by Ronald Dean. Flickr, licencia CC.
Mientras escriboescucho (Spotify)


«Uno de los rasgos más fascinantes de Charles Darwin es que, en realidad, parece haber sido uno de esos hombres cuyo porvenir se decide de forma bastante inesperada y fortuita, por un simple golpe de suerte»
A. Moorhead. DARWIN. La expedición en el Beagle (1831-1836). Ediciones del Serbal, 1980
Primer párrafo del libro
Esta semana he viajado por fin con Darwin. Podría decirse que me embarqué el martes (¡ahí estoy yo, rompiendo mitos!). Lo de crear un ambiente propicio pasó a segundo término… el calor lo domina todo estos días, así es que el atrezzo se limitó a tónica casi helada con rodajita de limón y ruido ambiental diverso procedente del exterior (en el interior de la casa, silencio, que no tranquilidad, que diría el poeta :D). Eso sí, retomé mi vieja costumbre de leer sentada en el suelo, más fresco y menos propenso a dar cabezadas, pero sobre todo, más terrenal (que os parecerá una tontería, pero yo me sumerjo demasiado en cosas del espíritu y la paz la encuentro siempre retomando el contacto con mi cuerpo… vivir, sentir, en esas estoy, aunque no venga a cuento decirlo ahora).
El caso es que viajé con un Darwin joven y lo acompañé en el descubrimiento de sí mismo. Él no sabía, cuando subió la escalerilla, que aquel barco lo dejaría (5 años más tarde) en la «otra orilla», esa en la que residen la lucidez, el pasotismo social, la confianza en el propio criterio y la tozudez en su defensa… y también, me temo, en la que habita ese «saberse solo» que representa el que la gente te tenga por un sabio un poco loco, que tolera o admira, pero que contempla siempre desde la distancia.
He estado junto al Charles Darwin del Beagle, el barco en el que se gestaron los principios de El Origen de las Especies (que cambió las ideas en las que se fundamentaba nuestra existencia hasta entonces), he conocido a Robert FitzRoy, he sido feliz contemplando (con ellos) la naturaleza en estado puro, sin más… y he dudado sobre si toda esa civilización que hemos ido añadiendo a nuestras vidas, no las estará enturbiando más que enriqueciendo. La naturaleza no es sabia per se, pero la bondad humana se diluye, a veces, bajo tantas capas de artificio. 
Reconocerme (aunque sea de lejos) en «el» investigador por excelencia, me ha hecho sentir cierto cosquilleo, lo reconozco. El Beagle partió con dos personas predispuestas a demostrar los fundamentos de la existencia divina. Una de ellas volvió igual que se marchó, pero la otra osó pensar sin prejuicios, encadenar deducciones lógicas… y regresó con unas ideas radicalmente opuestas a aquellas con las que creía que volvería. Dejó el miedo a un lado. Ese ha sido el mejor descubrimiento de esta lectura: el Darwin familiar, risueño, el que iba para clérigo, no permitió que el miedo constriñera su intelecto y abrió su mente a los fundamentos de lo que sería la teoría de las especies. No fue valentía, fue una voluntad férrea de dejar que el conocimiento se desarrollase en ausencia de temor. Me ha cautivado esa actitud.

Ya veis, yo creía que no me gustaban los libros de viajes, pero resulta que no, que lo que no me gustan son los libros aburridos y, muchas veces, mentirosos, repetitivos, superficiales, mal escritos… el tema es lo de menos. Y es que Moorehead recrea situaciones y personas basándose en hechos y no en suposiciones, no juzga, explica y deja que sea el lector el que se implique, asumiendo su madurez y autoridad para armar opiniones propias. A eso yo le llamo «respeto»… y lo agradezco muchísimo.

Pero «DARWIN. La expedición en el Beagle (1831-1836)» (por cierto, magnífica edición, cuajada de fotografías y dibujos preciosos, que no sé si se puede adquirir todavía, me regalaron un libro usado… aprovecho para decir aquí que los libros «vividos» son los que más me gustan, sé lo que cuesta desprenderse de ellos. Gracias.), es también una pequeña biografía, apenas el esbozo de una vida, contada con sensibilidad y desde la admiración. Yo creía, también, que no me gustaban las biografías… otro prejuicio echado por tierra. Mejor.
Magnífico libro… y adecuado además para unas vacaciones, sobre todo si no son especialmente exóticas. Me estoy imaginando yo lo que será leerlo con el canto de los pájaros como sonido de fondo, en cualquiera de esos pueblos perdidos, donde A.D.G.(*) nunca pasa nada…. hummm… ¡perfecto!
Feliz domingo.
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(*) Esto es un guiño a T. con quien hace poco, comentando lo que ahora se critica el lenguaje que los jóvenes emplean en las redes sociales (ya menos en los sms, que al parecer han pasado a mejor vida), recordábamos las abreviaturas que utilizaban nuestros abuelos cuando escribían cartas desde el pueblo. A.D.G. era «a Dios gracias» y, entonces, todo el mundo lo sabía. Servidora, como siempre se ha leído hasta el prospecto de los medicamentos, también leía esas cartas que no me estaban dirigidas, pero que mis padres me prestaban. Un día tengo que hablar aquí del gran misterio de esta pasión mía por la lectura, porque en mi casa no teníamos biblioteca. Yo, sin embargo, tengo censados más de 1.500 libros en la mía y no he sabido inocular este virus… pero el mito ese de que los hijos hacen lo que ven hacer, lo desmontamos otro día si os parece.

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