«Vivimos en el tiempo -nos contiene y nos moldea-, pero nunca he creído comprenderlo muy bien. Y no me refiero a las teorías sobre cómo se dobla y se desdobla, o a que pueda existir en otro lugar en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, cotidiano, que los relojes de pared y de pulsera nos aseguran que transcurre regularmente: tic-tac, clic-cloc. ¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja? Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen: de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve.»

‘El sentido de un final’, Julian Barnes.

Sospechaba que llegaría este momento desde el principio. Tampoco era tan difícil acertar, la historia de la humanidad está plagada de ellos, ¿qué digo plagada? ¡ellos la construyen! Todo empieza cuando un político, quien sea, por el motivo que sea, elige vencer a convencer. Entonces los titulares –frases cortas, con palabras sencillas, fáciles de entender aunque sean dichas a voz en grito- sustituyen a los argumentos. Tampoco es que eso importe, yo tuve un profesor de filosofía que proponía un tema ético y nos hacía sacar un papelito de un vaso, así se decidía la postura que debíamos defender férreamente, hasta derrotar al otro bando –luego vi eso mismo en alguna película americana, el club de debate de la universidad de tal, creo que lo llamaban-, se hacían dos grupos en clase, cada grupo elegía al miembro que consideraba dialécticamente más capaz de aniquilar los argumentos del otro bando y empezaba el espectáculo más indigno en el que he participado nunca. Llegado el punto en que la cosa empezaba a calentarse, el profesor nos hacía pasar del “a favor” al “en contra” y defender lo que hacía solo un minuto habíamos atacado. Creo que él lo justificaba con que así aprenderíamos que cualquier opinión es susceptible de ser defendida. Pero para mí siempre fue un ejercicio de cinismo y nada bueno salió nunca de todo aquello.

Por eso, cuando empezaron a sonar a mi alrededor las frases cortas y afiladas, elegí callarme. Si algo tuvieron en común los viejos debates adolescentes, supuestamente filosóficos, fue que nadie estaba por la labor de escuchar, porque el peligro de atender a los argumentos del otro era descubrir en ellos una parte de razón, por pequeña que fuese, y eso te debilitaba y te conducía irremediablemente a la derrota. Otra cosa que no debías hacer era ver al otro como al amigo que era en realidad, sino única y exclusivamente como al defensor de una idea contraria a la que tú defendías. Nada de escucha. Nada de amistad.

Elegí callarme y gracias a eso he leído un montón últimamente. Opté por no entrar en el juego, por respetar, por mantener una postura equidistante –qué absurdo parece eso dicho ahora ¿verdad? visto lo visto…- y mantener conversaciones de ascensor –me he hecho una experta en ellas; yo, que como buena claustrofóbica, creo que la mejor manera de viajar en esos trastos es inmóvil y con la boca cerrada-. A pesar de eso, o tal vez por eso mismo, he visto como se deshilachaban amistades hasta romperse. Sé que no eran las más fuertes, pero aún así, sigo pensando que valían la pena.

‘El sentido de un final’ es el título de una novela, en la que Julian Barnes nos intenta convencer de que, en realidad, a algunos finales es inútil buscarles un sentido, solo podemos esperar que el tiempo nos ayude a recordarnos mejores de lo que fuimos, a perdonarnos por lo que dijimos o hicimos o, si nuestra capacidad de autocrítica ha muerto definitivamente, a olvidar los errores propios y a sobredimensionar los ajenos, para poder así seguir avanzando cuando nos percatamos de que las pérdidas han sido mayores que las ganancias. Siempre lo son.

Por cierto, casi me olvido de decir que yo solía ganar esos debates, era hábil a la hora de sostener una cosa y su contraria.

Nunca pude evitar, sin embargo, salir de esas victorias malherida.

¡Feliz domingo, socios!