De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
El libro. Jorge Luis Borges.
Es en este tiempo, en el que los atardeceres se vuelven poco a poco más largos, cuando suele darme algún que otro ataque de nostalgia, que me transporta a aquellos años, ya lejanos en los que la Cuaresma marcaba el ritmo social más poderosamente que las estaciones. Los añoro entonces, no porque fuesen objetivamente mejores -si es que se puede ser objetivo con lo que elegimos recordar-, sino porque fueron los de mi infancia y al final uno recorre la vida arrastrado por el niño que fue, cogido de su mano, dejándolo que nos ayude a sortear las dificultades del día a día.
Siempre hay un detonante para ese paseo hacia el pasado y en este caso ha sido una fuente de buñuelos y una niña de pelo oscuro, maravillada ante su flamante pluma rosa, esforzándose por imitar con ella mis trazos caligráficos.
De repente ocurrió y fue mágico. Nos vi esquinadas, desde un ángulo del estudio, a mi yo de ahora y a la niña que fui, esforzándonos ambas por imitar las letras del modelo, rasgando con el plumín el papel de arroz, resiguiendo la espina de una S rematada por una lágrima de tinta. La presión ligera al subir e intensa al bajar, marcando un ritmo que se asemejaba a un latido.
Le digo que las letras también tienen su particular anatomía, “este es el ápice, a esto se le llama panza, esto de aquí es un espolón”. Ella me mira como si le estuviese revelando el secreto de la felicidad y entonces entiendo que es lo que en verdad hago, a mí me han hecho tan feliz las letras…
¡Feliz domingo, socios!
¡Y de paso haces felices a las letras, que falta les hace!
Eso nos pareció… sonreían.