Nunca he conocido a nadie que se haya visto tan diametralmente enfrentado a sus deseos. Desde niño he soñado con llegar al Polo Norte y heme aquí, en el Polo Sur
Roald Amundsen (90º0’0» S).
Ayer cancelé una suscripción a un servicio de Internet que me permitía escuchar mi música preferida con el teléfono móvil y al que me estaba volviendo adicta. Lo decidí a raíz de un pequeño incidente que me ocurrió el martes pasado; al cambiar de bolso no cogí los cascos y cuando descubrí el olvido ya era tarde, porque yo me muevo en transporte público y a las horas que salgo de casa, no puedo permitirme el lujo de perder un autobús sin llegar tarde al trabajo.
Mi primera sorpresa fue que en el ascensor (que es donde aprovechaba para unirme al cordoncillo mágico por el que salían mis canciones favoritas) me puse de un mal humor agónico, que se asemejaba bastante al síndrome de abstinencia (al menos al tabáquico, que es el único que conozco de primera mano). La constatación de esa dependencia hacia una actividad que creía voluntaria, me molestó y me hizo sospechar que aquel ritual, que muchos de vosotros compartiréis, no era tan inocente como yo creía.
Descubrí enseguida donde había estado mi error: la música (de esa forma, en esos momentos), me aislaba del mundo, cuando en realidad, mi intención al escucharla es la de reconciliarme con él.
Llegué a la parada enfadada conmigo misma, hasta que empecé a oír el ruido del falso silencio nocturno: el zumbido casi imperceptible de las luces de la carretera, el discurrir de un coche a lo lejos… Luego escuché acercarse a mi habitual compañero de parada y lo que yo siempre di por sentado que era un «buenos días» por el movimiento de sus labios (y porque no podía ser de otra manera); la diferencia es que esta vez, al comprobar él que yo iba sin artefactos que me impidiesen atender a sus palabras, entablamos una pequeña conversación sin importancia: hay que ver el calor que está haciendo y ya es noviembre, parece que quiere llover, pero a estas horas quién sabe, ayer cargué con el paraguas todo el día y luego nada… En fin, un breve intercambio matutino que me sirvió para conectarme poco a poco al mundo.
Más tarde, mientras el autobús se deslizaba por el asfalto me concentré, no en mis pensamientos, sino en el despertar de la ciudad.
Contemplé a los vendedores de periódicos, a los que a otras horas solo veo parcialmente, exhibiéndose fuera de su cubículo, hacendosos, apilando con el mismo esmero las noticias internacionales que los cotilleos o los inútiles fascículos de cursos o colecciones, inútiles también.
Cotilleé cuando el autobús se detenía en alguna parada frente a esos bares que uno supone vacíos de madrugada y en los que, sin embargo, se apiña la clientela, a la búsqueda de algo que les ayude a despertar y que sospecho que no es el café, sino la compañía.
Escuché, porque era como si hablasen para mí, las conversaciones de unas viajeras asiduas, que vienen de más lejos, a trabajar a la ciudad y, por el barrio en el que se apean y por lo que se cuentan, se dedican a servir a personas que temo que se me parezcan, y me enteré de cosas importantes. Una va a ser abuela pronto, parece que por sorpresa. La otra quiere que sus hijos se decidan a darle nietos, pero no hay manera, ninguno de los tres se atreve a asumir esa responsabilidad, tal y como están las cosas.
El martes, claro, solo me enteré de la feliz noticia del embarazo (nacerá en mayo, si Dios quiere), del resto he ido sabiendo poco a poco, porque al llegar a mi destino, justo en el lugar en el que antes me quitaba los dichosos cascos y me veía casi obligada a bajar de las nubes, me di cuenta de que me había estado perdiendo muchas cosas.
Así que ahora soy una mujer «desencasquetada». Si os cruzáis conmigo por la calle, llamadme, por favor… ¡que ya os puedo oír!
No todos podemos llegar donde queremos, pero todos podemos disfrutar del lugar al que hemos llegado. Como Amundsen, al que siempre he pensado que la historia ha tratado injustamente, tal vez como castigo por conseguir aquello en lo que otros (por soberbia) fracasaron. O como J., que vendrá esta tarde a casa, a celebrar lo que al principio le pareció un desastre.
O como yo, que hace mucho que sé que la felicidad consiste en descubrir (y en vivir intensamente), las sorpresas que el Polo Sur nos tiene preparadas.
¡Feliz domingo, socios!
La Vida es tan fascinante …
¡Feliz domingo!
Lo es, amiga, lo es…
¡Un abrazo!